Magia. La poesía siempre es magia.
El escenario vacío se fue llenando de duendes. Comenzaron a saltar desde la cabellera negrísima de Laura Klein –Musa prosódica a quien está dedicado el libro- que nos introdujo en Cámara Profana con ese lenguaje tan suyo que mas que decir, invita y desafía. La luz lunar del escenario despojado le arrancaba destellos de caoba a su pelo negrísimo mientras su voz -color de violoncello- me despertaba la ansiedad de conocer el mundo encerrado en esa cámara profana de Daniel Martucci.
Luego, la aparición del autor, padre de esta criatura que yo nunca hubiera presentido. Padre-Madre convertido al mismo tiempo en macho -irguiendo su pipa hacia la ventana del oeste despidiendo chorros de espuma salvaje saludando al poniente- y en hembra de mil tetas pariendo una vez más (y van…) esos hijos concebidos en el útero rumiante de repetir los versos una y otra vez en el cerebro y la garganta. Fauno Martucci, encantado por su propia voz llenando el espacio en un recorrido siempre diferente. Y los espejos recurrentes –chinos o rusos- rompiéndose y reflejando millones de cosmos para luego reconstituirse en el árido paisaje de una luna de paisaje imposible pero cierto. Y el cuerpo y el placer que llega y se escabulle, acaricia y lastima, tanto como el hastío…y tantas cosas. La guitarra de Beno Martucci –por ejemplo- atravesando intermitente la luz azul con el ronroneo sideral del acero, y el piano de Eduardo Falenbok poniéndole cuerpo de madera, cobre y marfil al alma de los versos. La música, en fin, concubina irreemplazable cuando la palabra se decide a copular en público.
Dolorosamente casi, se percibe el derroche de lo que no está escrito. En la inevitable destilación de lo producido por el poeta, se han quedado imágenes y palabras atrapadas quien sabe dónde. Tal vez, en la trama del papel donde los versos y los dibujos de Daniel nos dejan entrever un mundo más. Un mundo tan palpable, luminoso y oscuro como el de Cámara Profana, pero que no conoceremos nunca.