De Todo Bastante

Compartir mis impresiones sobre lo que pasa a mi alrededor.Si alguna vez logro instalar una sonrisa, una emoción o contribuyo a sembrar o cosechar una idea, sentiré que este espacio se carga de sentido. Este blog no tiene posición política partidaria, al igual que su autor. Por lo tanto, se publicarán textos con cualquier orientación al respecto, siempre y cuando los considere de interés para compartir.

Nombre: JTONIG
Ubicación: Ciudad de Buenos Aires, Argentina

Jorge A. Jaurena Nacimiento: 23/11/1949 en Buenos Aires, Argentina.

11.7.12

La Presidente (M.Aguinis)

LA PRESIDENTE.

Por Marcos Aguinis

Usted es una de las figuras políticas nacionales con mayor potencia interna en el mundo, sólo superada por los dictadores.

Es cierto que aún no se le puede endilgar la ofensa de dictadora, pese a su temperamento autoritario: las instituciones republicanas siguen respirando, aunque muy debilitadas.

Tampoco se le puede quitar legitimidad a su puesto. Es casi omnipotente. Habla como los dioses.

Sus discursos podrían ser material de aprendizaje para los maestros de oratoria. Alterna informaciones eruditas con bromas y preguntas.

Puede mantener la atención de su audiencia por varias horas. Es mujer. Es bonita. No es genio pero sí muy inteligente.

Está provista de una larga y envidiable experiencia como legisladora.

Cursó Derecho. Conoce a fondo una de las provincias más periféricas del país y conoce a fondo el poder central.

Tiene mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso. Los gobernadores -sin excepción- se inclinan respetuosos y casi mudos.

El Poder Judicial tiembla ante su humor. Hasta los intendentes sembrados desde La Quiaca hasta Ushuaia quieren recibir su ternura.

Controla al partido político mayoritario con simples ademanes. Los empresarios se le arrodillan.

Los gremialistas le tienen miedo. La prensa independiente u "opositora" mide sus palabras y busca equilibrios para no excederse.

Y paro aquí.

Llenaría este artículo con la pormenorizada descripción de sus cualidades y sus recursos.

Pero mi propósito es otro.

Explicarle la frustración que sentimos la mitad de los argentinos -cada día somos más- por no desempeñarse usted como la presidenta que podría ser.

No estimo que necesite datos.

Puede convocar a quienes desee -pero que no se limiten a regalarle mentirosos elogios- para que le expongan verdades sobre la situación a la que nos arrastra su política.

Está mal asesorada, señora.

Está mal asesorada por personas que considera leales y visionarias.

Pero no tienen las luces de una buena memoria que les recuerde algo simple: sus medidas ya fueron usadas y, tarde o temprano, acaban en el desastre.

Peronistas y antiperonistas elogian el segundo y muy breve gobierno de Juan Perón. Están equivocados.

Deberían aprender del último tramo del primer gobierno. En el año 1950 -que recordamos como el Año del Libertador San Martín-,

empezó a mostrar fallas el modelo que se había puesto en vigor y que usted ahora conduce.

El exceso de controles, la represión a la prensa, el desprecio a la oposición, dividir el pueblo entre leales y contreras, el clientelismo impúdico,

la manipulación de los sindicatos, el despilfarro de las reservas y las estatizaciones (que aumentan la burocracia, la ineficiencia y el déficit)

nublaron las grandes realizaciones del Perón y Evita de los primeros años.

Ese presidente Perón, antes de su caída, comprendió parte de sus errores y volvió a mejorar la situación económica.

Lo comprendió mejor al regresar de España, es cierto. Pero sería justo recordar que su mente ágil y pícara supo que debía hacer un giro importante ya antes de 1955.

Por eso disminuyó los controles y permitió que los líderes opositores tuvieran acceso a los medios masivos de comunicación.

Le reportó extendida gratitud que por primera vez en muchos años hablasen por la cadena nacional políticos como Arturo Frondizi y Solano Lima.

Pero más notable fue otra decisión. Se pretende borrarla porque choca con el patrioterismo infantil que intoxica las neuronas argentinas.

El presidente Perón negoció nuestro petróleo con la California Petroleum Co. Sabía que necesitaba una caudalosa inversión extranjera.

No alcanzaban los vacuos gritos de soberanía ni en su boca. Perón, que había sido proclamado en la casa histórica de Tucumán como Libertador económico de la Argentina,

no era un vendepatria. Ese proyecto fue llevado a cabo más adelante por Arturo Frondizi.

Frondizi fue un estadista ejemplar. Tuvo el coraje de poner a un lado concepciones arcaicas y subirse a un genuino tren progresista.

Es decir, un progresismo que trae progreso de verdad, no sólo discursos. En brevísimo tiempo consiguió el autoabastecimiento.

En otras palabras, consiguió una soberanía económica que no se basaba en agresiones estériles, expropiaciones ni aumento de la desconfianza internacional.

Otra de sus medidas estratégicas fue la libertad de enseñanza, que los "progresistas" de entonces condenaron.

Estimuló una industrialización acelerada con medidas que daban vértigo, pero que estaban respaldadas por la majestad e independencia del Poder Judicial.

La Argentina volvió a recuperar un dinamismo olvidado y convertirse de nuevo en un país relevante y esperanzador.

Usted, señora Presidente, puede hacer lo mismo e incluso más.

Bastaría repasar sus éxitos y fracasos que sólo los ciegos no ven. Le diría que debe comenzar con las tres medidas que tomó el mismo Perón antes de su exilio.

Pero puede -y debería- añadir otras. La Argentina que ahora gobierna con todas las plenipotencias no es la de 1955.

Desde esa época hasta hoy la decadencia ha sido permanente. Hemos disfrutado breves momentos de recuperación, es cierto, pero no alcanzan.

Las toxinas patrioteras, falsamente progresistas, que nunca pueden terminar con la pobreza y embriagan mediante consignas estériles, deben ser atacadas a fondo.

Usted lo puede hacer.

Es un buen ejercicio comparar la sociedad con el cuerpo humano. Incluso con la supervivencia de todos los seres vivos.

Nos sostiene un equilibrio misterioso. En su caso, señora, es obvio que debe reemplazar la ausencia de tiroides con una medicación.

Pero no se podría vivir bien con una pastilla para despertar y otra para dormir, una para tener hambre y otra para estar saciado, una para ingerir líquidos y otra para dejar de beber,

una para estar alegre y otra para estar sereno, una para acelerar la actividad hepática y otra para disminuirla.

Y así sucesivamente en todos los órdenes de la existencia. Sería peor que la más asfixiante de las prisiones.

Sin embargo, es lo que su gobierno pretende hacer con la nación argentina.

Control sobre todo, todos y todas. Prisión con guardianes sádicos.

Igual que los fascismos clásicos de derecha o izquierda (Mussolini, Hitler, Stalin, Mao, Castro).

Guillermo Moreno fue elogiado por usted como el mejor de sus funcionarios porque es un obsesivo del control.

Un control que recuerda a los fanáticos de la Inquisición o de la Sharia.

¿No se dio cuenta de que es el hombre más detestado del país, e incluso fuera del país?

También usted anhela controlar los pocos medios de comunicación independientes que aún funcionan pese a la discriminación de la pauta oficial.

¿Para qué? ¿No ganó las elecciones con el 54% de los sufragios pese a esos medios?

¿En qué le han disminuido su poder?

Un análisis objetivo -los análisis objetivos son dolorosos- diagnosticaría que la rápida pérdida que ahora sufre su imagen se debe a sus propias acciones, no a los medios de comunicación.

Fíjese, por favor. Las impugnaciones a su enriquecimiento ya quedaron en el pasado.

Puede estar tranquila con la fortuna acumulada. ¡Entonces no permita más corrupción!

Haga como Dilma Rousseff, que echó a cinco ministros y con esa medida ejemplar puso límites a toda la suciedad que enloda la entera pirámide del Estado.

Deje que la Justicia sea independiente. ¡Independiente de verdad!

Que juzgue como es debido a Boudou, a Schoklender, a la Fundación de las Madres de Plaza de Mayo, a legisladores, gobernadores, intendentes, legisladores y demás funcionarios

que confunden los votos obtenidos con garantías a su impunidad.

Que la Corte Suprema deje de parecer un gnomo golpeado, porque ni siquiera ha conseguido reponer el fiscal de Santa Cruz.

¿Le parece que una democracia respetable puede aceptar que grupos de matones enmascarados se vuelquen a la calle,

agredan embajadas y hasta hieran a las fuerzas de seguridad?

¿No deberían ser arrestados, desenmascarados y sancionados?

¿Desde cuándo en una democracia se tolera el encubrimiento de la identidad?

¿Le parece que los piquetes tienen derecho a continuar con su diaria diversión de bloquear las rutas

para destruir la jornada laboral de centenares de miles de argentinos?

¿No es hora en que su poder, señora Presidenta, hiciera saber que usted gobierna para todos, no para transgresores de pacotilla?

¿No le preocupa el aumento del enojo social?

Ha comenzado una guerra de pobres contra pobres.

Basta registrar lo que sucede en los medios de transporte. Esto es como un volcán que despierta. ¡Cuidado por ahí!

Sabe mejor que nadie cuántos chanchullos se han cocinado en la privatización y ahora en la nacionalización de YPF.

Sabe que el objetivo de su última medida es de corto plazo, para mejorar su imagen mediante las hogueras del patrioterismo y engordar la debilitada caja (si la engorda).

Sabe que su gesto se parece al de Galtieri invadiendo las Malvinas y Rodríguez Saá proclamando eldefault .

Ambos fueron aplaudidos.

Pero después nadie aceptó haberlos apoyado.

¿Qué espera en el futuro?

Observe cómo se procede en países como Australia o Canadá.

Allí no hay Morenos ni Quebrachos ni piquetes ni corruptos en cargos públicos ni subsidios clientelares ni locas medidas de corto plazo.

Piénselo. No se recluya en el falso argumento "destituyente".

Por ahora la oposición no le hace sombra.

Si usted se convirtiera en la presidenta que podría ser, tiene la oportunidad de pasar a la historia como alguien que hizo mucho más que llevarnos al abismo.







15.1.10

Ceder o no ceder? he ahí la Cuestión

Ceder al miedo y esconderse. Ceder a la ausencia y alejarse. Ceder al cansancio y desplomarse. Ceder a la rabia y destrozarse. Ceder a la calumnia, avergonzarse. Ceder a la prudencia y preservarse. Ceder a la ambición y enajenarse. Ceder al terror ciego y encerrarse. Ceder a la tristeza y marchitarse. Ceder al egoísmo, idolatrarse.... O Acceder al coraje y exponerse aceptando que estamos, y mostrarse; rescatar las presencias y acercarse y olvidar la fatiga y perpetuarse; aferrarse al amor y construírse; desafiar la mentira y enfrentarse; y sentirse los otros y ofrecerse; no tener, pero siendo, derramarse; no temerle al temor y prodigarse; amarrarse a la risa y florecerse; mirarse uno de tantos, despegarse. No cederle a la vida. No creerle a la muerte. No perder el coraje. No rendirse al cansancio. No olvidar las presencias. No temer a entregarse. No llegar a agotarse. No dejar de reírse... No esperar a morirse. No ignorar. Jorge Jaurena: Contemporáneo (aunque much*s de ustedes son más jóvenes y, espero, tolerantes)

16.10.09

Maradona Dixit

Resurgen ahora. Cuando “el Diego” mete la pata (ni más ni menos que cualquiera de nosotros, pero se nota más), los “maradonianos” y los anti-Maradona resurgen como hongos después de tres días de lluvia. Lo bueno y lo malo que pasó Diego no me ha generado ningún prejuicio sobre su persona; no comulgo con quienes creen que la opinión de Diego sobre cualquier tema vale más que la opinión del resto, ni con quienes descalifican todo lo que dice porque quien lo dice es Maradona. Por no ser amante de los deportes me perdí de disfrutar sus geniales jugadas. La limitación es mía en tal caso. Yo me lo perdí. Pero soy consciente de lo que todos, aún quienes lo denuestan, reconocen: ha sido probablemente el mejor jugador de la historia del fútbol y como tal, nos ha dado grandes alegrías deportivas. También nos ha dado dolores de cabeza, pero ¿quién de nosotros no los provoca con mayor o menor frecuencia? En tal caso, los problemas personales de Diego Maradona han tenido la lamentable consecuencia de acortar significativamente la duración de su gloriosa carrera deportiva. Punto y aparte. Lo que no acepto -y aquí voy entrando en terreno-es que se confunda firmeza o indignación con grosería. Una lectora de este blog me envió una carta que su esposo a su vez envió a los medios –sí, a los mismos medios a los que acusa de todo lo malo- con el título de “Gracias Diego, sigan mamando....” porque en su opinión otra vez “la falta de sentido común y la hipocresía” saldrán a “darle” a Diego “como cada vez que tuviste problemas”. Y continúa este señor su carta de lectores -escrita como si lo fuera a Diego Maradona directamente- destacando: “Vos no estudiaste en Harvard, pero tampoco nos dolarizaste, no estudiaste en la Escuela de la Américas, pero tampoco asesinaste a 10, 20 ó 30.000 personas (digo yo:¡como si diera igual!), no estudiaste ciencias de la comunicación, pero tampoco con tres amigos te quedaste con el 83% de los medios, no tenés 30 puntos de raiting, pero tampoco le pudrís la cabeza a la gente o trabajás para estupidizarla”. Yo tampoco estudié en Harvard y tampoco dolaricé; no estudié en la Escuela de las Américas y tampoco asesiné a nadie; no estudié ciencias de la comunicación, ni soy dueño de medios, ni mi modesto blog tiene 30 puntos de raiting por lo cual, aún con mi mejor esfuerzo, puedo llegar a estupidizar a poquísima gente. Pero en el honesto hogar de trabajadores en el que me crié; en la escuela pública donde me eduqué; durante los cincuenta años de trabajo que llevo en la espalda y los sesenta de edad que cumpliré en un mes, aprendí –además de otras cosas- que el lenguaje es el medio por el cual nos comunicamos y es un símbolo, el símbolo para denominar las cosas y expresar las ideas, el vehículo para compartir el pensamiento y un puente para llegar al prójimo, entre otras muchas cosas para las que sirve el idioma. Diego Maradona está enojado porque lo han criticado. No he leído ni escuchado en ningún medio que se hiciera referencia a sus problemas con la droga o a cualquier otra circunstancia de su vida personal. Lo que se criticó es el mal resultado de la actuación de la selección nacional que él dirige porque lo eligieron y él aceptó el desafío y la responsabilidad de hacerlo. La selección nacional que todos sostenemos con nuestros impuestos y ahora también con los fondos aportados durante toda una vida de trabajo con la expectativa de un ingreso jubilatorio que nos ayude a transitar nuestra vejez, si es que llegado el momento queda al menos algo de esos fondos. Que Diego Maradona, después del modesto triunfo contra la selección de Uruguay, salga a pedir que quienes lo criticaron "se la chupen", no hace más que agregar material al matonismo y la grosería que campean en nuestra sociedad. La misma grosería y el mismo matonismo con los cuales los medios nos muestran culos y tetas para vendernos un chocolatín, un televisor de plasma o un auto, lo mismo da, total ¿qué otra cosa resulta ser para los medios el cuerpo humano sino otro objeto de consumo? La misma chabacanería que llena horas y más horas de costosísimo espacio televisivo con las alternativas de los escándalos e intimidades (generalmente la misma cosa) de jóvenes y veteranas/os modelos y vedettes de todos los sexos. La misma grosería y el mismo matonismo de quienes llamándose "presidente de todos los argentinos" festejan el haber ganado una votación en el parlamento por un miserable voto (un miserable gol), sin tener en cuenta que el 28 de junio el 70% de los argentinos, en elecciones que nadie reportó como fraudulentas, dijo “no” a esta forma de gestión de gobierno. Sin que les importe que la mitad del parlamento que votó negativamente representa a quienes tampoco votamos a esta presidente de la nación pero que igualmente la respetamos en su investidura de tal, como ella debería hacerlo con todos los ciudadanos más allá de las palabras que luego no se verifican en los hechos... Total, como hasta diciembre de 2011 la presidencia la tengo yo, cuando el parlamento me vote en contra, veto las leyes y....QUE ME LA CHUPEN. Así es como el pensamiento de los dirigentes de casi todas las ramas de la actividad brilla por su ausencia. Pensamiento sobre el fútbol, tal vez por eso mismo devenido, de deporte o espectáculo, mera feria de compra y venta de contratos con enormes beneficios para unos pocos, pero financiado por nosotros, que somos muchos. Pensamiento sobre un modelo de país y sobre la educación, el deporte, la cultura, la economía, la sociedad, la distribución de la riqueza nacional, etc., etc., etc. Creo que hemos disentido otras veces con algun*s de ustedes y, personalmente, no me molesta porque disentir me enriquece. Sí coincido en que somos bastante hipócritas y en que andamos algo escasos de sentido común sociológicamente hablando (veamos si no cómo venimos votando y los resultados que obtenemos como país). Lo pretenda o no, se lo proponga o no, Diego Maradona es, además de director técnico de la selección argentina de fútbol, una figura referencial, un referente social para mucha gente y es lamentable que su actitud no proponga otra cosa que remarcar –como si hiciera falta- la prepotencia de esta sociedad que se ha vuelto violenta, contraria a producir consensos y muy, pero muy guaranga.

9.11.08

LIBERALISMO, LIBERTAD Y CONTROLES

El liberalismo se incubó en el advenimiento de la corriente filosófica de los utilitaristas en el Siglo XVII en Inglaterra y el pensamiento de David Hume, su figura fundadora. La idea de liberalismo responde en sus orígenes a la necesidad que plantea de limitar el poder de las monarquías absolutas en la creencia de que, ampliando la base de voluntades que intervinieran en la toma de las decisiones sobre aspectos que importaban a la vida de los súbditos en su totalidad, podrían conformarse mejor los intereses y necesidades de mayor cantidad de personas, ya que no de todos ni completamente. Esta idea aparece como un camino a recorrer a lo largo del cual se irían obteniendo concesiones por parte del poder monárquico, ya que el pensamiento de Hume no manifiesta, hasta donde se, intenciones de aplicar métodos violentos para la consecución de estos cambios. Cuando se hablaba por entonces de ideas y actitudes liberales el concepto se refería al aspecto político, ya que la actividad política era desconocida entonces como práctica social y si había alguna, se desenvolvía en ámbitos ciertamente reducidos, marginales, cuando no francamente clandestinos por resultar subversivos del orden absolutista imperante. O sea que el liberalismo conlleva en su nacimiento la idea de libertad. Libertad de un poder que comenzaba a parecer –y lo era- excesivo. Libertad en un sentido amplio en cuanto a su universo de aplicación. El pensamiento utilitarista enuncia que ya que resulta imposible conseguir la felicidad para todos (el concepto de utopía no se había acuñado aún), hay que conseguirla para la mayor cantidad posible de individuos. El pensamiento, es evidente, comenzaba a sentirse incómodo en el brete del poder absoluto y necesitaba espacio de libertad para seguir creciendo...para seguir, pensando. Esto no obstante que para la época la monarquía inglesa ya había concedido la carta de derechos y gobernaba con un parlamento que si bien tenía facultades muy recortadas, debatía los asuntos del estado. No ocurría esto por cierto en los regímenes de otros países de Europa, donde los monarcas reinaban sin la intervención de ningún órgano deliberativo. En este contexto, me permito asociar las ideas de libertad y felicidad, dando por sobreentendido que ninguna felicidad es posible sin el goce de la libertad. Libertad de pensar, de disponer, incluso, de la propia persona y de la propia hacienda, de las cuales el monarca absoluto era también dueño y señor. Pero no encuentro aún en esta etapa ninguna referencia a lo económico. Nadie discutía aún sobre que el progreso económico tuviera como destinatario a la sociedad en su conjunto. Al fin de cuentas, cinco siglos atrás, las prioridades eran bastante claras; claras, digo, en función de la facilidad con que podían explicarse. La idea de libertad era en estado puro, tan puro que se manifestaba en el estado de cosa en sí, sin categorías de ninguna especie. Esta idea de libertad comienza a edificarse sobre el concepto de la delegación de autoridad. Se trataba de que el monarca delegara parte de su autoridad en el pueblo y este a su vez, en sus representantes que eran quienes en su nombre y representación intervendrían en los negocios del gobierno. LIBERTAD CON CONTROL, ¿UN OXIMORO? Me pregunto si el término LIBERTAD con toda su carga ontológica, semántica y conceptual puede definir las relaciones en el mundo por sí misma. Intentaré aclararme. Si como pensamos hoy la libertad es un bien, el más preciado –conjuntamente con el de la vida- al que el hombre pueda aspirar, sin el cual la esta no merece la pena de ser vivida, es posible que, como todo bien, sea escaso como para ser gozada por todos. Cuando digo esto, lo que intento decir parafraseando a George Orwell en su Rebelión en la Granja, es que probablemente en nuestra sociedad capitalista y global todos somos libres (iguales), pero algunos son mas libres (iguales) que otros. ¿En qué se transforma –por ejemplo- la libertad de viajar por el mundo, para quien no tiene siquiera lo suficiente para acceder al transporte público y trasladarse dentro de la ciudad en la que vive? Hay un territorio inmenso de la libertad que muchísimas personas nunca han podido transitar. Existen infinidad de derechos universalmente proclamados con solemnidad, que la abrumadora mayoría de las personas no pueden ejercer. Aún los más elementales como alimentarse, educarse, cuidar su salud (física, intelectual y espiritual) e inclusive el derecho a la vida, el más elemental y sagrado de todos, sin el cual todos los demás pierden su razón de ser. En este mundo LIBERAL, ¿cuántos de nosotros somos aceptablemente libres? Y aclaro lo de aceptablemente porque en este contexto de libertad, hay una medida de esa libertad que está determinada por circunstancias que no siempre el sujeto controla por sí mismo. Para que la idea de libertad tenga sentido, no basta con proclamar que el ser humano es libre, debe sentirse libre y poder ejercer sus libertades. Para que un derecho se verifique en la realidad, ese derecho debe poder ser gozado. No veo la utilidad de tener una fortuna en una caja fuerte de la que no tengo la llave. La sociedad de consumo ofrece por todos los medios bienes (intelectuales, culturales, de consumo, etc.) que están cada día más fuera del alcance de mayor cantidad de personas. Es menos libre hoy que hace cien años quien no puede acceder a la salud, la educación, la vivienda digna y, en general, a un estilo de vida acorde con lo que “el progreso” exhibe permanentemente. Es más analfabeto hoy que hace treinta años el que, además de no saber leer y escribir, no tiene acceso –ni espera tenerlo- a las nuevas tecnologías que mueven el mundo. Quien no puede acceder a estos instrumentos queda colocado automáticamente al margen de la marcha del mundo, se convierte en marginal. No me parece racional que en la era de la tecnología, la comunicación, la ciencia y la libertad económica, haya millones de seres humanos que mueren de hambre o son asesinados por los países poderosos que, con pretextos groseros, invaden su territorio apoderándose de sus recursos naturales para seguir produciendo y consumiendo. Ser libre hoy no es lo mismo que ser libres en épocas de David Hume. Para reconocernos como seres libres necesitamos que ciertas condiciones se verifiquen cuantitativa y cualitativamente en la realidad. Para eso, debe existir una instancia de poder que nivele las diferencias que se producen debido a las desigualdades que resultan de las diferencias de habilidad y oportunidades de las que disponen los seres humanos. ¿Sería sensato pensar en un mundo donde todos los individuos fueran igualmente ricos? Aun considerando que todos tuviéramos las mismas oportunidades, no todos tenemos las mismas habilidades, por lo cual el resultado será, necesariamente, diferente. De modo que, pensándolo desde este ángulo, los términos LIBERTAD y CONTROL no solo no me parecen contradictorios, sino necesariamente complementarios. Claro que si hablamos de LA LIBERTAD y no de libertad. LA LIBERTAD para todos, y no para unos pocos que, aún al precio del hambre de millones de personas, se sienten con libertad para quedarse con el resultado del esfuerzo común solo porque son más fuertes, inteligentes o pegan primero y más duro. En consecuencia, no creo que ciertos controles en la distribución del producto social sea incompatible con el ejercicio del liberalismo y menos aún de la libertad. ¿TENEMOS UNA VERDADERA EXPERIENCIA LIBERAL Y MARXISTA? En el terreno de la realidad, acepto que las diferencias entre los individuos existen. No es verdad que todos los seres humanos somos iguales; es en parte de esa ficción que resultó el fracaso de la experiencia histórica del comunismo, única por ahora en la historia capaz de oponerse al capitalismo liberal que, sin su adversario en pie, ha devenido salvaje. Es en función de esas diferencias que algunos individuos logran cosas diferentes en cantidades diferentes y tienen, por lo tanto, vidas diferentes. Lo que no acepto es que la concentración del producto económico en menos manos resulte cada vez más desmesurada. No es en esto en lo que pensó Adam Smith. Él fue el fundador de la economía política -no de la mucho más pedestre política económica- y si en su obra Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones, sostuvo que la riqueza de un país no puede mantenerse estacionaria porque así no se logran mejores salarios, no fue pensando en que la mayoría de esos salarios no alcanzaran para cubrir siquiera las necesidades vitales de los asalariados. Pensó que el Estado debía abstenerse de intervenir en la economía ya que si los hombres actuaban libremente en la búsqueda de su propio interés, habría una mano invisible que convertiría sus esfuerzos en beneficios para todos. ¿Hoy suena utópico, verdad? La mano invisible se mueve, pero en el sentido contrario y por ahora nada ni nadie la detiene. Como ya lo he dicho antes, no es el liberalismo como idea o como construcción intelectual lo que pongo en cuestión, es la praxis que la política hace de él. Tampoco pensó Carl Marx en que una aristocracia de partido suplantara a la burguesía en el goce absoluto del fruto del trabajo colectivo como creador de riqueza. Pensó en qué forma podía librarse al proletariado de la carga de un trabajo de cuyo producto no era dueño, un trabajo totalmente enajenado (ajeno) del sujeto (el proletario) que es quien lleva a cabo el esfuerzo físico. Incluso pensó en la alienación de la burguesía. Burgueses alienados ¿de qué, de quién?: alienados de sí mismos. Nos equivocamos al creer que Marx se sentó a pensar el comunismo. Marx comenzó a pensar en la necesidad de cambios dentro del sistema capitalista, pero admiraba al capitalismo como el único sistema capaz de producir cambios constantes. No en vano su obra temprana, Apuntes Económicos y Filosóficos, no fue conocida por el pueblo en la órbita soviética sino hacia el final del régimen, que se ocupó muy bien de censurarla en sus épocas de apogeo. Fue avanzando en su pensamiento cuando dedujo que la solución, el cambio, no podía darse en el marco del capitalismo porque el sistema capitalista es, dedujo, parte y causa del problema. No es el pensamiento de Marx, en este aspecto, el que pongo en tela de juicio, sino, una vez más, la praxis que de sus teorías ejerció la clase política que durante más de setenta años administró el bloque soviético, con tanto apego al pensamiento de Marx como el capitalismo al de Adam Smith. ¿Quién o qué determina la “justa distribución de la riqueza” (tan proclamada por políticos cuya lengua se mueve hacia la izquierda mientras su mano va por la derecha) generada en un planeta propiedad de todos, pero que es usado como proveeduría por algunos? ¿Hay alguien, grupo o individuo, que pueda hacerlo todo sin la limitación y escrutinio de instancias de poder que impongan regulaciones sobre las voluntades de individuos o sectores que han acumulado volúmenes exorbitantes de dinero y, consecuentemente, de poder? Si algo queda claro es que el principal bien que compra el dinero abundante es PODER. Cuanto más dinero se tiene, mas poder se controla. Sería casi romántico pensar que individuos que han acumulado cantidades de riqueza cuya sola mención produce vértigo, sigan luchando por multiplicar sus fortunas para utilizarlas en comprar bienes fungibles. Esas personas poseen ya todas las cosas que el dinero puede comprar y la seguridad de poder seguir comprando más por generaciones, aún cuando se cruzaran de brazos y dejaran de producir ganancias. Lo que nunca es suficiente es la cantidad y calidad del poder que se controla. Y en este punto, la ambición no tiene techo. El poder nos equipara con Dios, que termina siendo a imagen y semejanza del hombre Creo que muy posiblemente, cuando emerjamos de la crisis por la que estamos atravesando en estos días, deberemos buscar algún tipo de respuesta a esta cuestión. El liberalismo económico –sobre todo el denominado neo liberalismo surgido de la unipolaridad ideológica en que el mundo quedó sumido desde la caída política del socialismo- sostiene que el mercado lo regula todo y todo lo nivela. Habrá que definir términos como “todo”, “regulación”, “nivelación” y en qué sentido se producen –o deberían producirse- esas acciones. ¿Puede la máxima instancia de decisiones que nos afectan a todos estar orientada exclusivamente por el concepto de rentabilidad? Probado durante la década de 1990 que el llamado efecto derrame no se produce, lo único que se ha conseguido hasta ahora con la falta de regulaciones elevada a la categoría de dogma, es colocar la riqueza (y por ende el poder de decisión, diseño y realización del mundo) en pocas, poquísimas manos. Es posible que el efecto más radical de esta crisis sea, probablemente, una concentración mayor. Porque en estos trances en que se producen pérdidas por cifras que causan (al menos me causan a mi) vértigo, algunos pocos se quedan con lo que otros muchos pierden. El dinero que los bancos retuvieron a los ahorristas en 2001 durante la crisis de la Argentina ¿fue quemado como si se tratara de billetes sacados de circulación? No lo creo. Alguien(es) que no son sus propietarios originales, quirografarios y legítimos de esos dineros, los cambiaron de mano. Y tengo para mí que ahora, en los países desarrollados, acaba de ocurrir lo mismo. En esta época signada por la tecnología, muy poco es el dinero que “se tiene” físicamente. En general lo que tenemos son papeles con algo de un poder simbólico que mantienen mientras no queda en evidencia que son solo eso, papeles, y que no están respaldados por riqueza concreta alguna. No importa que se trate de papel moneda (dólares, euros o yenes), títulos de deuda pública emitidos por estados nacionales (en crisis como tales) o grandes corporaciones financieras transnacionales, acciones representativas de capitales societarios que se volatilizan de la noche a la mañana, porque lo que se está haciendo es dinero utilizando el dinero mismo como materia prima y en la actualidad al dinero no hace falta siquiera ocultarlo para sustraerlo de la vista de la sociedad, porque como ha pasado a ser un fantasma que circula en “La Red” a través de transferencias electrónicas, con que no aparezca es suficiente. El dinero ha pasado de ser algo que se tiene a ser algo de lo que se habla. Esto parecerá arcaico seguramente a juicio de los genios de las finanzas contemporáneas, pero es así y estamos viéndolo. ¿Existe realmente el dinero en las cantidades de que se habla, o es otro espejismo de la posmodernidad y en el momento del “habeas corpus” el dinero no aparece porque no está? Fue la falta de controles en los paraísos del liberalismo elevada a la categoría de dogma religioso lo que permitió que una mañana el mundo desarrollado se despertara con la noticia de que miles de billones se habían hecho humo...y no porque nadie los hubiera incinerado. YO NO SOY BUEN MOZO NI LO PUEDO SER A algunos de ustedes que no me conocen quiero decirles que no soy filósofo, sociólogo y no tengo siquiera título universitario. Tampoco me considero un pensador. No vivo de pensar, pero vivo pensando. Tengo algún recorrido por algunos textos, siempre de manera asistemática y hasta anárquica. No pretendo inducirlos a pensar que mi intención es dar cátedra. Solo trato de compartir una reflexión a partir de acontecimientos que, en mayor o menor medida van a afectarnos a todos. No creo en lo personal en la “muerte del capitalismo”. Tampoco creo que haya muerto el marxismo como consecuencia del colapso político sufrido a finales del siglo pasado. Tengo la esperanza de que lo que se está produciendo sea una crisis profunda del capitalismo que lo obligue a re-pensarse para sobrevivir. Después de todo lo que estamos viendo es una brutal intervención de los Estados para superar el derrumbe que ha causado con su actitud prescindente. Esta intervención de salvataje de empresas por parte de los estados, inyectando cifras siderales de dineros públicos para evitar la debacle, no es gratuita. Llegó la hora de pagar la fiesta de décadas de dejar hacer, y como ya sabemos, la cuenta de la confitería la pagaremos también los que no estuvimos invitados a la fiesta o no quisimos participar de ella. Lo mismo espero del pensamiento de izquierda. Superado el cataclismo de hace dos décadas, espero que se esté re-pensando y sea capaz de producir la masa crítica indispensable para el equilibrio del mundo. Hay intelectuales que no han bajado los brazos y han seguido pensando el marxismo sin amedrentarse ante el derrumbe político. Si los políticos de izquierda los leen y los escuchan, el pensamiento de izquierda resurgirá en el mundo como consecuencia de esta catástrofe inocultable del capitalismo y de la propia autocrítica. Entonces, es probable que cierto equilibrio se restablezca en el mundo. Nunca adherí a ningún “ismo”. Lo último que aprendí es a no ser tampoco un “anti”. Eso me ha costado muchas críticas. Se me considera un provocador, un desapasionado, un frívolo, un perezoso intelectual, un hombre de derecha, un hombre de izquierda, un tibio, y más, mucho más, hasta el etcétera. Tengo para mí que no hay nada tan difícil como someter a crítica lo que se ama y lo que se odia. Cuando nos enamoramos u odiamos un sistema o una ideología, nos privamos de la necesaria objetividad para pensar. Si no admitimos que cualquier construcción humana es perfectible e insistimos en imponer una solución basada en este o aquél dogma, lo que hacemos es poner nuestro pensamiento en un brete, en un corral. Tendremos que encontrar una instancia superadora de todo lo conocido, porque lo que nos muestra la realidad en que vivimos es que las inequidades e iniquidades en que hemos caído son de tal magnitud, que la propia sociedad en que vivimos se está tornando inviable. Los seres humanos somos –entre otras cosas- entes deseantes. El deseo es el motor que nos impulsa a obrar en todos los sentidos. Tendremos que encontrar una instancia donde queden contenidas las necesidades y los deseos de la mayoría. Si no atendemos a esta necesidad urgentemente, terminaremos devorándonos unos a otros. Tengo la esperanza de que la solución venga del lado de la razón, porque si no, vendrá como resultado de más violencia. Rechazo la violencia de tal modo que no puedo pensarla. Es un límite que no puedo sortear. Tal vez porque la historia que conozco es fundamentalmente la historia de la violencia humana y el mundo está donde está (y no me gusta donde ni como está el mundo), creo que es ese el nivel de inmanencia desde el que debemos partir para pensar. Milenios de violencia no han hecho un mundo mejor. ¿Si probamos con la razón?

30.9.08

¿Crisis?

Desde que en el Siglo XVII la escuela de pensamiento de los Utilitaristas, con el británico David Hume a la cabeza, postuló -creo hoy que cándidamente- que ya que es imposible lograr la felicidad para todos debe tratarse de que alcance a la mayor cantidad posible de individuos (pensamiento que planta la semilla para el nacimiento del liberalismo), este sistema viene sufriendo crisis recurrentes y periódicas algunas de las cuales parecieron terminales. Cuando el utilitarismo formuló este pensamiento, el concepto de liberalismo tenía una mirada principalmente política. Se trataba de restar poder a las monarquías absolutas, posibilitando el acceso de mayor cantidad de voluntades a las decisiones de gobierno. De este modo, se pensaba que los acontecimientos políticos se verían influenciados por la voluntad colectiva, con el consiguiente beneficio para el bienestar general. La paulatina marcha de los absolutismos hacia formas políticas más liberales, fue encontrando su correlato en el ámbito económico con el consiguiente protagonismo de la burguesía, que pasó a ser el factotum en materia económica. Claro es que desde entonces hemos recorrido un largo camino muchachos, y con cada crisis algunos son mucho más felices que antes mientras que otros...Otros, países e individuos, pierden posiciones con cada terremoto económico, posiciones que difícilmente recuperen al menos en lo que, en términos históricos, podríamos denominar el corto y mediano plazo. Pero bueno, el liberalismo subsiste como sistema desde hace tres siglos y por algo será. Por algo también será que el propio Marx fuese un admirador del Capitalismo como factor movilizador de cambios permanentes, tal como lo declara en sus Apuntes Económicos y Filosóficos. Posteriormente, a medida que iba completando su pensamiento, entendió que los problemas que el capitalismo planteaba al hombre no tenían solución en el ámbito del propio capitalismo, porque este era no solo parte del problema sino el problema mismo. Esta breve, superficial y casi grosera reseña histórico-filosófica no tiene otra finalidad que poner a ustedes en materia de mis propias dudas y perplejidades, que son muchas. ¿CRISIS O MERO SACUDÓN? El término “crisis” tiene una connotación de instancia superadora, al menos cuando se utiliza con cierto rigor para describir procesos de conflicto profundo, de los que el sujeto emerge fortalecido o resulta aniquilado al menos en el aspecto psicológico; e incluso físico. Como consecuencia de la grave situación que la economía mundial está atravesando en estos días, ¿cabe esperar que el sistema liberal-capitalista se "civilice" y pierda -al menos en parte- el salvajismo ciego que parece avanzar en el sentido contrario del progreso de la ciencia, la tecnología y el pensamiento posmoderno mismo? ¿O será este un nuevo sacudón luego del cual se verificarán las características brutales en el ejercicio de un sistema que, tomando la libertad como bandera, se consolide en su materialismo primitivo a fuerza de ser despiadado, sin matices de humanidad que superen la órbita del mero discurso vacío? Si esta fuera una crisis, al menos debería entenderse que no se puede seguir insistiendo en un capitalismo sin producción, donde ésta se ha concentrado en los países periféricos con mano de obra barata y condiciones de trabajo que, en muchos casos, recaen en la esclavitud. El capitalismo se ha habituado a hacer dinero con el dinero mismo. Este fenómeno que comienza en la década de 1980 con el fenómeno yuppi y se consolida en la de 1990, genera excedentes financieros formidables que al no ser invertidos en actividades productivas buscan la ganancia en la mera especulación financiera. Se crea así un círculo vicioso donde el dinero es un bien en sí mismo y no un medio para el intercambio de bienes, ya que éstos son cada vez más baratos en un mundo que, no obstante hacer del consumo su principal objeto de deseo, produce cada vez más individuos sin capacidad económica para obtener siquiera lo necesario para subsistir o, en el mejor de los casos, vivir con dignidad. Corporaciones multi y transnacionales más poderosas en ciertos casos que los estados mismos, ejercen un poder sin control alguno ya que las posibilidades que les otorga la tecnología y la crisis que atraviesa el propio concepto de estado-nación, les deja las manos libres para hacer su voluntad. La sensación de impotencia para luchar con un poder tan formidable, mina la voluntad de los funcionarios de gobierno que, si no pueden derrotar al enemigo, se le unen. Así, una mañana nos despertamos con la noticia de que el paraíso de ayer se ha transformado en el infierno de hoy y el interrogante dramático sobre el mañana. Creo que el unicato del que goza a partir de 1989 le ha caído mal al liberalismo capitalista. Como su mismo dogma postula, no hay mejor motorizador del progreso que la competencia. El capitalismo se ha olvidado del género humano. Se ha transformado en su propio y único objetivo. Ya no se trata de multiplicar los panes para llevar alimento a la mayor cantidad de gente posible y contentar la memoria del bueno de Hume (como tiernamente lo llama un compañero de pensares), se trata de crecer desmesuradamente para sobrevivirlo todo, inclusive a sí mismo. ¿Sobrevivir a qué, si nada se le opone? ¿Será que, por falta de una alternativa al sistema, el liberalismo capitalista ha dejado de pensar(se)? Posiblemente el capitalismo se esté suicidando por no poder sobrellevar su propio hastío ante la ausencia de una lucha genuina por prevalecer. Tal vez esta crisis que atravesamos –si lo es- sirva para enderezar todo lo que en estas últimas décadas parece venir en un rumbo cada vez más tortuoso y más torcido. ¿Será? ¿O estaremos atravesando el 1989 del capitalismo? Si como se ha leído por ahí estamos asistiendo a la caída del muro de Wall Street ¿qué será lo por venir? ¿DE QUÉ Y QUIENES SE OLVIDÓ EL COMUNISMO? El comunismo, surgido de una construcción teórica tan formidable como el capitalismo es, al igual que éste, reo de mala praxis. Ambos olvidaron al hombre (entiéndase el término “hombre” como abarcativo de ser humano, que en aguas bastante profundas y oscuras me he metido yo como para todavía estar en posición de observar el vocabulario de género). Limitado a un materialismo que de histórico no tuvo nada, creyó que bastaba al hombre comer, educarse y trabajar. El politburó (política del buró, de la oficina, burocracia al fin) pretendió pensar por todos. Fue brutalmente autoritario poniendo como pretexto un mundo capitalista que lo asediaba. Atendía las necesidades básicas del pueblo, mientras la nomenclatura partidaria gozaba de todos los bienes disponibles y que en teoría eran, propiedad de “todos”. Esa praxis creó entonces un capitalismo de partido, de funcionarios que ocupaban la posición que en la otra parte del mundo correspondía a la burguesía. Olvidó que el hombre es sujeto deseante y que como tal, derribadas por el avance tecnológico imparable las murallas que aislaban al pueblo del resto del réprobo mundo, los camaradas quisieron gozar de los mismos bienes que ofrecía el capitalismo corrupto. El sistema implosionó, se derrumbó hacia adentro de sí mismo vencido por la presión de una realidad inocultable y de sus propias contradicciones y excesos. Al igual que el capitalismo, no puede decirse que el comunismo fracasara por debilidad teórica, fracasó, insisto, por mala praxis y por venalidad de quienes lo administraban. PARA FINALIZAR Tal y como veo hoy la realidad, opino que el capitalismo también ha fracasado. En su versión actual muchos de sus vicios se asemejan notablemente a los de su adversario de otrora. Por lo menos en su materialismo demente y su autoritarismo violento. Como claramente lo explica el sociólogo Ulrich Beck en su libro Generación Global, el comunismo creó la imagen de colas interminables de personas (seres deseantes, los llamo yo) tratando de conseguir bienes que eran escasos para cubrir sus necesidades. El capitalismo ha creado colas interminables de personas (seres deseantes también) necesitando adquirir bienes disponibles que no puede comprar. La única diferencia es que las colas del capitalismo no se forman, no se verifican, pero existen. Tal vez esta contingencia por la que estamos atravesando sea la oportunidad de oro para repensarnos, para romper el abrazo inmovilizante con los fantasmas de los viejos paradigmas. No creo que haya que tirar por la borda veinticinco siglos de pensamiento occidental. Tal vez deberemos volver a un enfoque del pensamiento más humanista, más integrador, si quieren ustedes más romántico, y comenzar a ver al hombre como destinatario principal y último de todo bien y bienestar. Pensar que el mundo que conocemos puede ser sin cualquiera de nosotros, pero no sin todos nosotros.

6.4.08

La Estética del Silencio - Susan Sontag

Cada época debe reintentar para sí misma el proyecto de “espiritualidad”. (Espiritualidad: planes; terminologías; normas de conducta encaminadas a resolver las dolorosas contradicciones estructurales inherentes a la situación humana, a la consumación de la conciencia humana, a la trascendencia). En la época moderna, una de las metáforas más trajinadas para el proyecto espiritual es el “arte”. Una vez reunidas bajo esta denominación genérica (innovación bastante reciente), las actividades del pintor, el músico, el poeta y el bailarín han demostrado ser un ámbito particularmente adaptable en que se pueden montar los dramas formales que acosan a la conciencia, puesto que cada obra de arte individual es un paradigma mas o menos astuto que sirve para regular o conciliar estas contradicciones. Por supuesto, es indispensable renovar continuamente dicho ámbito. La meta que se adjudica al arte, cualquiera que sea, termina por surtir un efecto restrictivo cuando se la coteja con las metas más vastas de la conciencia. El arte, que es en sí mismo una forma de engaño, experimenta una serie de crisis de desmitificación: se impugnan y sustituyen ostensiblemente los viejos objetivos artísticos; se modifican los mapas arcaicos de la conciencia. Pero lo que suministra energía a todas estas crisis –una energía que, por así decir, tienen en común- es la misma unificación de múltiples y muy diversas actividades en un solo género. El período moderno del arte comienza en el momento en que nace el “arte”. A partir de entonces, cualquiera de las actividades incluidas en él se convierte en una actividad profundamente problemática, y el lícito poner en tela de juicio no sólo todos sus procedimientos sino también, en última instancia, su derecho mismo a existir. La elevación de las artes a la categoría de “arte” genera el mito principal sobre le arte, a saber, el que concierne a la naturaleza absoluta de la actividad del artista. En su primera versión, más irreflexiva, el mito abordaba el arte como expresión de la conciencia humana: la conciencia en busca de su propio conocimiento. (Era bastante fácil inferir las pautas de evaluación gestadas por esta versión del mito: algunas expresiones eran más completas, más ennoblecedoras, más informativas y más ricas que otras.) La versión más reciente del mito postula una relación más completa y trágica del arte con la conciencia. Al negar que el arte sea una simple expresión, dicha versión del mito tiende a asociar el arte con la necesidad o capacidad de auto alienarse insita en la mente. Ya no se interpreta el arte como la conciencia que se expresa y que por tanto se afirma implícitamente. El arte ya no es la conciencia per se, sino más bien su antídoto, emanado del seno de la conciencia misma (Es mucho más difícil inferir las pautas de evaluación gestadas por esta otra versión del mito.) El mito más reciente, que proviene de una concepción post psicológica de la conciencia, encuadra dentro de la actividad del arte muchas de las paradojas implicadas en la conquista de un estado absoluto del ser que describen los grandes místicos religiosos. Así como la actividad del místico debe concluir en una vía negativa, en una teología de la ausencia de Dios, en un anhelo de alcanzar el limbo de desconocimiento y el silencio que se encuentra más allá de la palabra, así también el arte debe orientarse hacia el ansiarte, hacia la eliminación del “sujeto” (el “objeto”, la “imagen”), hacia la sustitución de la intención por el azar, y hacia la búsqueda del silencio. En la primitiva versión lineal de la relación entre arte y conciencia, se captaba una lucha entre la integridad “espiritual” de los impulsos creadores y la “materialidad” alienante de la vida común, que coloca tantos obstáculos en el camino de la auténtica sublimación. Pero la versión más moderna, en la cual el arte forma parte de una transacción dialéctica con la conciencia, plantea un conflicto más profundo, más frustrante. El “espíritu” que busca corporizarse en el arte choca con la naturaleza “material” del arte mismo. Se desenmascara la gratuidad del arte, y la misma condición concreta de los instrumentos del artista (y, sobre todo en el caso del lenguaje, su historicidad) se presenta como una trampa. La actividad del artista, practicada en un mundo lleno de percepciones de segunda mano, y ofuscada específicamente por la traición de las palabras, carga con la maldición de la mediatez. El arte se convierte en el enemigo del artista, porque le niega la realización –la trascendencia- que desea. Por consiguiente, se termina por interpretar el arte como algo que es necesario destronar. En la obra de arte individual ingresa un nuevo elemento que se convierte en parte integrante de ella: la exhortación (tácita o explícita) a abolirla y, en última instancia, a abolir el arte mismo. 2 La escena se traslada ahora a una habitación vacía. Rimbaud ha ido a Abisinia para enriquecerse con el tráfico de esclavos. Wittgenstein, después de desempeñarse durante un tiempo como maestro de escuela en una aldea, ha optado por un trabajo humilde como enfermero de hospital. Duchamp se ha dedicado al ajedrez. Al mismo tiempo que renunciaba de manera ejemplar a su vocación, cada uno de estos hombres proclamaba que sus logros anteriores en el campo de la poesía, la filosofía o el arte habían sido triviales, habían carecido de importancia. Pero la opción por el silencio permanente no anula su obra. Por el contrario, otorga retroactivamente un poder y una autoridad adicionales a aquello de lo que renegaron: el repudio de la obra se convierte en una nueva fuente de validez, en un certificado de indiscutible seriedad. Esta seriedad consiste en no interpretar el arte (o la filosofía practicada como forma artística: Wittgenstein) como algo cuya seriedad se perpetúa eternamente, como un “fin”, como un vehículo permanente para la ambición espiritual. La actitud realmente seria es aquella que interpreta el arte como un “medio” para lograr algo que quizá sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte. Según un juicio más impaciente, el arte es un camino falso o (para decirlo con la palabra que empleó el dadaísta Jacques Vaché) una estupidez. Aunque ya no es una confesión, el arte sí es más que nunca una redención, un ejercicio de ascetismo. El artista se purifica por su intermedio: de sí mismo y, a la larga, de su arte. El artista (si no el arte mismo) continúa comprometido en un progreso hacia “lo bueno”. Pero en tanto que antiguamente lo bueno era, para el artista, el dominio y la plena realización de su arte, ahora el bien supremo consiste, par él, en remontarse hasta el punto en que aquellos objetivos de perfección se le antojan insignificantes, tanto desde el punto de vista emocional como desde el ético, y en que se siente más satisfecho cuando está callado que cuando encuentra voz en el arte. En esta acepción, como culminación, el silencio postula un talante de ultimación diametralmente opuesto al talante que rige la forma tradicional y seria que el artista artificioso hémela el silencio (algo que Valéry y Rilke describieron maravillosamente): como zona de meditación, como preparación para la maduración espiritual, como dura prueba que culmina con la conquista del derecho a hablar. En la medida en que es serio, el artista experimenta continuamente la tentación de cortar el diálogo que mantiene con el público. El silencio es el logo que mantiene con el público. El silencio es el apogeo de esa resistencia a comunicar, de esa ambivalencia respecto de la toma de contacto con el público que es una característica sobresaliente del arte moderno, con su incansable consagración a lo “nuevo” y/o lo “esotérico”. El silencio es el supremo gesto ultraterreno del artista: mediante el silencio, se emancipa de la sujeción servil al mundo, que se presenta como mecenas, cliente, consumidor, antagonista, árbitro y deformador de su obra. Sin embargo, no se puede dejar de advertir en esta renuncia a la “sociedad” un gesto marcadamente social. Las claves para la liberación final del artista respecto de la necesidad de practicar su vocación las extrae de la observación de sus colegas y de su confrontación con ellos. El artista sólo puede tomar una decisión ejemplar de esta naturaleza después de demostrar que tiene talento y que lo ha ejercido con autoridad. Cuando ya ha superado a sus pares según las pautas que reconoce como válidas, a su orgullo sólo le queda una meta hacia la cual encaminarse. Porque ser víctima del anhelo de silencio implica ser, en un sentido más trascendente, superior a todos los demás. Esto sugiere que el artista ha tenido el ingenio de formular más preguntas que otros individuos, y que tiene nervios más templados y pautas más sublimes de perfección. (Casi no hace falta demostrar que el artista puede perseverar en la indagación de su arte hasta que aquél o éste se agotan. Como ha escrito René Char: “Ningún pájaro se atreve a gorjear en un matorral de interrogantes”.) 3 Rara vez la opción ejemplar del artista moderno por el silencio llega a este extremo de simplificación final que consiste en quedar literalmente callado. Lo más común es que continúe hablando, pero de modo tal que su público no pueda oírlo. Los diversos públicos han experimentado la mayor parte del arte valioso de nuestro tiempo como un paso hacia el silencio (o hacia la ininteligibilidad, la invisibilidad o la inaudibilidad); como un desmantelamiento de la competencia del artista, de su sentido vocacional responsable…y, por tanto, como una agresión contra esos mismos públicos. La costumbre inveterada del arte moderno, que consiste en disgustar, provocar o frustrar a su público, se puede interpretar como una participación limitada, vicaria, en el ideal de silencio que ha sido entronizado como una norma capital de “seriedad” en la estética contemporánea. Pero también es una forma contradictoria de participar en el ideal de silencio. Contradictoria no sólo porque el artista continúa produciendo obras de arte, sino también porque el aislamiento de la obra respecto de su público nunca es duradero. Con el transcurso del tiempo y la intervención de obras más nuevas y difíciles, la trasgresión del artista se torna aceptable, y finalmente legítima. Goethe acusó a Kleist de haber escrito sus obras para un “teatro invisible”. Pero al fin el teatro invisible se vuelve “visible”. Lo feo y discordante y absurdo se vuelve “bello”. La historia del arte consiste en una serie de trasgresiones afortunadas. El fin característico del arte moderno –ser inaceptable para su público- expresa, a la inversa, que para el artista es inaceptable la presencia misma de un público, en el sentido moderno de un conjunto de espectadores mirones. Por lo menos desde que Nietzsche comentó en Die Geburt der Tragödie que los griegos desconocían el público de espectadores tal como lo conocemos nosotros –las personas presentes de las que los actores hacen caso omiso-, gran parte del arte contemporáneo parece sentirse estimulado por el deseo de eliminar al público del arte, empresa ésta que se manifiesta a menudo como una tentativa de eliminar por completo el “arte”. (¿En beneficio de la “vida”?) Consagrado a la idea de que el poder del arte estriba en su poder para negar, el artista considera que su arma suprema en la guerra incoherente con su público consiste en deslizarse cada vez más hacia el silencio. La brecha sensorial o conceptual entre el artista y su público, el espacio del diálogo ausente o interrumpido, también puede constituir la base de una afirmación ascética. Beckett habla de “mi sueño de un arte desprovisto de rencor por su indigencia insuperable y demasiado orgulloso para prestarse a la farsa del toma y daca”. Pero no hay manera de abolir una transacción mínima, así como no existe un ascetismo talentoso y riguroso que, cualquiera que sea su intención, no produzca un incremento (en lugar de una merma) en la capacidad para experimentar el placer. Y ninguna de las agresiones cometidas premeditada o involuntariamente por los artistas modernos ha logrado abolir el público o transformarlo en algo distinto, en una comunicad ocupada en una actividad común. No podrían conseguirlo. Mientras se entienda y valore el arte como una actividad “absoluta”, será un arte aislado, para élites. La existencia de las élites presupone la de las masas. En la medida en que el mejor arte se autodefine mediante fines esencialmente “sacerdotales”, presupone y confirma la existencia de unos legos relativamente pasivos, nunca cabalmente hincados, mirones, a los que se convoca con regularidad para que contemplen, escuchen, lean y oiga, y a los que luego se manda de vuelta a casa. Lo máximo que puede hacer el artista es modificar los términos diferentes de esta situación respecto del público y de sí mismo Discutir la idea del silencio en el arte implica discutir las diversas alternativas que encierra esta situación esencialmente inalterable. 4 ¿Cómo figura el silencio en el arte, literalmente? El silencio existe como decisión: en el suicidio ejemplar del artista (Kleist, Lautremont), que así atestigua que ha ido “demasiado lejos”; y en las ya citadas renuncias modélicas del artista a su vocación. El silencio existe también como castigo: autocastigo, en la locura ejemplar de aquellos artistas (Hölderin, Artaud) que demuestran que la misma cordura puede ser el precio que se paga por trasponer las fronteras aceptadas de la conciencia; y, desde luego, en las penas (que van desde la censura y la destrucción física de las obras de arte hasta las multas, el exilio y la prisión para el artista) aplicadas por la “sociedad” para reprimir el inconformismo espiritual del artista o la subversión de la sensibilidad colectiva. Sin embargo, el silencio no existe en un sentido literal, como experiencia del público. Si existiera, el espectador no percibiría ningún estímulo o no podría generar una respuesta. Pero esto no puede suceder, y ni siquiera se puede inducir programáticamente. La no percepción de cualquier estímulo, la incapacidad para responder, sólo puede ser producto de una presencia defectuosa por parte del espectador, o de una mala interpretación de sus propias reacciones (mal encauzadas por ideas restrictivas acerca de cuál sería la respuesta “pertinente”). Mientras el público consista, por definición, en un conjunto de seres sensibles colocados en una “situación”, será imposible que esté totalmente privado de respuesta. El silencio tampoco puede existir, en su estado literal, como propiedad de una obra de arte, ni siquiera en obras “manufacturadas” como los read made de –Duchamp o en 4’33’’ de Cage, en las cuales el artista se ha jactado de no hacer nada más que colocar el objeto en una galería o situar la interpretación en una sala de conciertos para satisfacer los criterios consagrados del arte. No existen superficies neutrales, ni discursos neutrales, ni temas neutrales, ni formas neutrales. Un elemento sólo es neutral respecto de algo…digamos respecto de una intención o una expectativa. El silencio sólo puede existir como propiedad de la obra de arte propiamente dicha en un sentido fraguado, no literal. (Expresado de otra manera: si una obra existe de veras, su silencio sólo es uno de los elementos que la componen). En lugar del silencio puro o logrado, encontramos varios pasos en dirección a un horizonte de silencio que se repliega constantemente, pasos éstos que, por definición, nunca pueden consumarse cabalmente. Uno de los resultados es un tipo de arte que muchos definen peyorativamente como taciturno, deprimido, conformista, frío. Pero estas cualidades privativas existen en el contexto de la intención objetiva del artista, que es siempre perceptible. Tanto el hecho de cultivar el silencio metafórico que sugieren los modelos convencionalmente muertos (tal cual sucede en gran parte del arte pop) como el hecho de construir formas “mínimas” que parecen carecer de resonancia emocional, son en sí mismos opciones vigorosas, a menudo estimulantes. Y, por fin, aun sin adjudicar intenciones objetivas a la obra de arte, subsiste la verdad ineludible acerca de la percepción: la naturaleza concreta de toda experiencia en cada uno de sus instantes. Tal como ha insistido Cage: “No existe eso que llamamos silencio. Siempre ocurre algo que produce un sonido”, (Cage ha descrito cómo, incluso en un recinto insonorizado, él seguía oyendo dos cosas: los latidos de su corazón y la circulación de la sangre por su cabeza.) Asimismo, tampoco existe el espacio vacío. Mientras el ojo humano mire, siempre habrá algo para ver. Cuando miramos algo que está “vacío”, no por ello dejamos de mirar, no por ello dejamos de ver algo…aunque sólo sean los fantasmas de nuestras propias expectativas. Para percibir el vacío, hay que captar otras zonas del mundo como vacío, ay que captar otras zonas del mundo como colmadas. (En Through the Looking Glass, Alice encuentra una tienda “que parecía estar atestada de toda suerte de objetos curiosos, pero lo más extraño era que cada vez que miraba fijamente un estante, para determinar qué era exactamente lo que tenía encima, dicho estante se hallaba absolutamente vacío, a pesar de que los que lo rodeaban estaban abarrotados a más no poder”). El “silencio” nunca deja de implicar su opuesto ni de depender de la presencia de éste: así como no puede haber “arriba” sin “abajo”, ni “izquierda” sin “derecha”, así también debemos aceptar un ámbito circundante de sonido o lenguaje para reconocer el silencio. El silencio no sólo existe en un mundo poblado de palabras y otros sonidos, sino que además cualquier silencio dado disfruta de su identidad en función de un tramo de tiempo perforado por el sonido. (Por ejemplo, la belleza de la mudez de Harpo Marx se debe, en gran parte, a que lo rodean charlatanes desenfrenados.) El vacío genuino, el silencio puro, no son viables, ni conceptualmente ni en la práctica. Aunque sólo sea porque la obra de arte existe en un mundo pertrechado con otros múltiples elementos, el artista que crea el silencio o el vacío debe producir algo dialéctico: un vacío colmado, una vacuidad enriquecedora, un silencio resonante o elocuente. El silencio continúan siendo, inevitablemente, una forma del lenguaje (en muchos casos, de protesta o acusación) y un elemento del diálogo. 5 Los programas encaminados a lograr una reducción drástica de los medios y efectos en el arte –incluida la pretensión extrema de renunciar al arte mismo- no se pueden tomar al pie de la letra, sin emplear la dialéctica. El silencio y las ideas afines (como vacío, reducción, “grado cero”) son nociones extremas con una gama muy compleja de aplicaciones: son términos sobresalientes de una determinada retórica espiritual y cultural. Describir el silencio como un término retórico no implica, desde luego, condenar esta retórica como algo fraudulento o inspirado en la mala fe. A mi juicio, los mitos del silencio y el vacío son más o menos tan enriquecedores y viables como cualesquiera otros que se puedan idear en una época “malsana”, la cual es, obligadamente, una época en que estados psíquicos “malsanos” suministran energía para la mayoría de los trabajos artísticos de primer orden. Sin embargo, nadie puede negar la naturaleza patética de dichos mitos. Este patetismo aflora en el hecho de que la idea de silencio sólo permite, esencialmente, dos tipos de desarrollo valioso. O se la lleva hasta el extremo de la autonegación total (como arte) o se la practica de una manera que es heroica e ingeniosamente incoherente. 6 El arte de nuestro tiempo aturde con exhortaciones al silencio. He aquí un nihilismo coqueto, incluso alegre. Reconocemos el imperativo del silencio, pero igualmente seguimos hablando. Al descubrir que no tenemos nada que decir, buscamos la forma de decir precisamente eso. Becket ha expresado el deseo de que el arte renuncie a todo nuevo proyecto encaminado a perturbar las cosas “en el plano de lo viable”; de que el arte se repliegue, “harto de proezas mezquinas, harto de fingirse capaz, de ser capaz de hacer un poco mejor lo mismo de antes, de seguir avanzando por un camino lúgubre”. La alternativa es un arte que consiste en “la expresión de que no hay nada que expresar, nada que sirva de punto de partida para expresar, ni poder para expresar, ni deseo de expresar, a lo cual se suma la obligación de expresar”. ¿De dónde proviene semejante obligación? La estética misma del deseo de muerte parece convertir dicho deseo en algo incorregiblemente vivaz. Apollinaire dice: “J’ai fait des gestes blancs parmi les solitudes”. Pero lo cierto es que hace gestos. Puesto que el artista no puede abrazar el silencio, literalmente, y seguir siendo artista, lo que revela la retórica del silencio es la determinación de perseverar en su actividad en condiciones más tortuosas que las anteriores. La idea del “margen lleno” que postuló Breton marca un camino. Le piden al artista que se consagre a llenar la periferia del espacio artístico, mientras deja en blanco el área central aprovechable. El arte se vuelve exclusivo, anémico, como lo sugiere el título de la única película que intentó filmar Duchamp: Anemic Cinema, obra de 1924-1926. Becket proyecta la idea de una “pintura empobrecida”, una pintura que es “auténticamente estéril, incapaz de cualquier imagen”. El manifiesto de Jerzy Grotowsky a favor de su Laboratorio de Teatro polaco se titula: “Defensa de un teatro pobre”. Estos programas a favor del empobrecimiento del arte no se deben interpretar como simples admoniciones terroristas al público, sino más bien como estrategias para mejorar la experiencia de éste. Las nociones de silencio, vacío y deducción bosquejan nuevas fórmulas para mirar, escuchar, etc…fórmulas que estimulan una experiencia más inmediata y sensual del arte, o enfrentar la obra de arte con un criterio más consciente, conceptual. 7 Estudiemos el vínculo que existe entre el imperativo de reducir los medios y efectos en el arte, cuyo horizonte es el silencio, por un lado, la facultad de la atención, por otro. En uno de sus aspectos, el arte es una técnica para enfocar la atención, para inculcar aptitudes de atención. (Aunque la totalidad del entrono humano se puede describir así –como un instrumento pedagógico- esta descripción se aplica particularmente a las obras de arte.) La historia de las artes equivale al descubrimiento y la formulación de un repertorio de objetos sobre los cuales se prodiga la atención. Se podría rastrear con precisión y en orden la forma en que el ojo del arte ha recorrido nuestro entorno, “designando”, practicando su selección limitada de elementos que luego el público reconoce como entes importantes, placenteros, complejos. (Oscar Wilde señaló que la gente no había visto la niebla hasta que determinados poetas y pintores del siglo XIX le enseñaron a verla; y seguramente, nadie tuvo una visión tan completa de la variedad y sutileza del rostro humano antes de la época del cine). Antaño la misión del artista parecía consistir sencillamente en mostrar nuevas áreas y nuevos objetos dignos de atención. Aún se acepta esta misión, que sin embargo se ha vuelto problemática. Se ha puesto en tela de juicio la facultad misma de la tención, y se la ha sometido a pautas más rigurosas. Como dice Jasper Johns: “Ya es mucho ver algo claramente porque no vemos nada claramente”. Quizá la calidad de la atención que fijemos sobre algo será mejor (estará menos contaminada, menos distraída), cuanto menos nos ofrezcan. Enfrentados con un arte empobrecido, depurados por el silencio, tal vez entonces podamos empezar a trascender la selectividad frustrante de la atención, con sus deformaciones inevitables de la experiencia. En condiciones ideales, deberíamos poder prestar atención a todo. Tendemos cada vez más a lo menos. Pero nunca lo “menos” se ha postulado a sí mismo tan llamativamente como “más”. A la luz del mito actual, en virtud del cual el arte aspira a convertirse en una “experiencia total”, que acapara toda la atención, las estrategias del empobrecimiento y la reducción reflejan la ambición más sublime que podría adoptar el arte. Debajo de lo que parece ser una modestia obstinada, si no una auténtica debilidad, se adivina una enérgica blasfemia secular: el anhelo de alcanzar la conciencia desembarazada, indiscriminada y total de “Dios”. 8 El lenguaje parece ser una metáfora privilegiada para expresar la naturaleza instrumental de la producción artística y de la obra de arte. Por un lado, el lenguaje es simultáneamente un medio inmaterial (cuando se lo compara, por ejemplo, con las imágenes) y una actividad humana con un aporte aparentemente esencial en el proyecto de trascender, de ir más allá de lo singular y contingente (puesto que todas las palabras son abstracciones, que sólo se fundan aproximadamente sobre particularidades concretas o hacen referencia a ellas). Por otro lado, el lenguaje es el más contaminado, el más agotado de todos los materiales que componen el arte. Esta naturaleza dual del lenguaje –su condición de abstracta y su “degradación” en la historia- lo convierte en un microcosmos de la situación desdichada en que se encuentran actualmente las artes. El arte ha avanzado tanto por los caminos laberínticos del proyecto de trascendencia, que es difícil imaginar una vuelta atrás, salvo por obra de la “revolución cultural” más drástica y punitiva. Sin embargo, al mismo tiempo, el arte naufraga en la marea enervadora de lo que antaño pareció ser la conquista capital del pensamiento europeo: la conciencia histórica secular. En poco más de dos siglos, la conciencia de la historia ha dejado de ser una liberación, una apertura de horizontes, una ilustración bienaventurada, para convertirse en una carga insoportable de artificialidad. Al artista le resulta casi imposible escribir una palabra (o producir una imagen o ejecutar un ademán) que no le traiga el recuerdo de algo ya logrado. Como dice Nietzsche:”Nuestro privilegio: vivimos en una época de comparaciones, podemos verificar como jamás se había verificado antes”. Por tanto, “disfrutamos de otra manera, sufrimos de otra manera: nuestra actividad instintiva consiste en comparar una cantidad inaudita de cosas”. La comunidad y la historicidad de los medios del artista están implícitas, hasta cierto punto, en el hecho mismo de la intersubjetividad: cada individuo es un ser-en-un-mundo. Pero actualmente, esta condición normal se interpreta, sobre todo en las artes que se valen del lenguaje, como un problema extraordinario, fastidioso. Se experimenta el lenguaje no sólo como algo compartido sino como algo corrompido, aplastado por la acumulación histórica. Por consiguiente, para todo artista consciente, la creación de una obra implica lidiar con dos ámbitos potencialmente antagónicos del significado y sus relaciones. Uno es el de su propio significado (o falta de él); el otro consiste en el conjunto de significados de segundo orden que expanden su lenguaje y al mismo tiempo lo entorpecen, lo comprometen y lo adulteran. El artista termina por elegir entre dos opciones intrínsecamente limitativas, obligado a asumir una posición que es servil o insolente. Halaga o apacigua a su público, dándole lo que ésta ya conoce, o lo agrade, dándole lo que éste no desea. Así es como el arte moderno transmite íntegramente la alienación que produce la conciencia histórica. Todo lo que el artista produce concuerda (casi siempre en forma consciente) con algo ya hecho, lo cual genera la compulsión de cotejar permanentemente su situación, su propia actitud, con las de sus predecesores y contemporáneos. Para compensar esta ignominiosa sujeción a la historia, el artista se exalta con el ensueño de un arte totalmente ahistórico, y por tanto no alienado. 9 El arte “silencioso” constituye una forma de abordar esta condición visionaria, ahistórica. Analicemos la diferencia que existe entre mirar y fijar la vista. La mirada es voluntaria y también es móvil: su intensidad aumenta y disminuye a medida que aborda y luego agota sus focos de interés. El hecho de fijar la vista tiene, esencialmente, una naturaleza compulsiva: es estable, carece de modulaciones, es “fijo”. El arte tradicional invita a mirar. El arte silencioso engendra la necesidad de fijar la vista. El arte silencioso permite –por lo menos en principio- no liberarse de la atención, porque, en principio, no la ha reclamado. El acto de fijar la vista es quizás el punto más alejado de la historia, el más próximo a la eternidad, al que pude llegar el arte contemporáneo. 10 El silencio es una metáfora para una visión limpia, que no interfiere, apropiada para obras de arte que son imposibles antes de ser vistas y cuya integridad esencial no puede ser violada por el escrutinio humano. El espectador debería abordar el arte como aborda un paisaje. Éste no le exige al espectador “comprensión”, ni adjudicaciones de trascendencia, ni ansiedades y simpatías: lo que reclama, más bien, es su ausencia, y le pide que no agregue nada a él, al paisaje. En términos estrictos, la contemplación hace que el espectador se olvide de sí mismo: el objeto digno de contemplación es aquel que, en la práctica, aniquila al sujeto perceptor. Gran parte del arte contemporáneo aspira a alcanzar –mediante las diversas tácticas de la blandura, reducción, despersonalización y falta de lógica- esa plenitud ideal a la que el público no puede añadir nada, análoga a la relación estética con la naturaleza. En principio, es posible que el público ni siquiera añada su pensamiento. Todos los objetos correctamente percibidos ya están completos. Es a esto a lo que debe de referirse Cage cuando, después de explicar que el silencio no existe porque siempre sucede algo que produce un sonido, agrega: “Nadie puede concebir una idea después de haber empezado a escuchar de veras”. La plenitud –el experimentar que todo el espacio está completo, de modo que no pueden entrar en él las ideas- significa la impenetrabilidad. Un individuo que se encierra en el silencio se vuelve opaco para los demás: el silencio despliega una gama de posibilidades para interpretarlo, para adjudicarle palabras. El tema de Persona, de Bergman, es la forma en que esta opacidad induce el vértigo espiritual. El silencio deliberado de la actriz tiene dos aspectos: considerada como una decisión aparentemente relacionada con ella misma, la negativa a hablar parece ser la forma que ha conferido al anhelo de pureza ética; pero como comportamiento también es un medio de poder, una especie de sadismo, una posición de fuerza virtualmente inviolable desde la cual ella manipula a su enfermera y acompañante, sobre la que recae todo el peso de la conversación. Sin embargo la opacidad del silencio se puede concebir en términos positivos, como falta de ansiedad. Para Kyats, el silencio de una urna griega es un núcleo de alimento espiritual: las melodías “no oídas” perduran, en tanto que las que llegan al “oído sensual” se descomponen. El silencio se equipara con la detención del tiempo (“tiempo lento”). Podemos mantener la vista eternamente fija en la urna griega. En el argumento del poema de Kyats, la eternidad es el único estímulo interesante para el pensamiento y también la única oportunidad para llegar al fin de la actividad mental, que se traduce en interminables preguntas sin respuesta (“Tú, forma silenciosa, nos distraes de nuestro pensamiento / tal como lo hace la eternidad”), con la intención de desembocar en una última equiparación de ideas: (“La belleza es verdad, la verdad belleza”) que está, al mismo tiempo, absolutamente vacía y completamente colmada. El poema de Kyats concluye con un aserto que al lector que no haya seguido su argumentación le parecerá un testimonio de sabiduría hueca, una trivialidad. Así como el tiempo, o la historia, es el medio donde prospera el pensamiento definido y determinado, el silencio de la eternidad prepara para un pensamiento que está más allá del pensamiento y que, desde la perspectiva del pensamiento tradicional y de los usos corrientes de la mente, ha de parecer algo totalmente ajeno al pensamiento…aunque tal vez sea el emblema de un pensamiento nuevo, “difícil”. 11 Detrás de las invocaciones al silencio se oculta el anhelo de renovación sensorial y cultural. Y, en su versión más exhortatoria y ambiciosa, la defensa del silencio expresa un proyecto místico de liberación total. Lo que se postula es nada menos que la liberación del artista respecto de sí mismo, del arte respecto de la obra de arte específica, del arte respecto de la historia, del espíritu respecto de la materia, de la mente respecto de sus limitaciones perceptivas e intelectuales. Tal como algunas personas ya saben, hay maneras de pensar que aún no conocemos. Nada podría ser más importante o precioso que dicho conocimiento todavía nonato. Éste engendra una ansiedad y un desasosiego espiritual que no pueden apaciguar y que continúan alimentando el arte radical de este siglo. Al postular el silencio y la reducción, el arte comete un acto de violencia contra sí mismo, se convierte en una especie de automanipulación, de conjuro mediante el cual intenta alumbrar estas nuevas formas de pensamiento. El silencio es una estrategia para la trasvaloración del arte, y el arte es el heraldo de una prevista trasvaloración radical de los valores humanos. Pero si el éxito corona esta estrategia, finalmente habrá que abandonarla o, al menos, introducirle importantes modificaciones. El silencio es una profecía, y se puede interpretar que los actos del artista intentan materializarla y, al mismo tiempo, revertirla. Así como el lenguaje muestra el camino de su propia trascendencia en el silencio, así también el silencio muestra el camino de su propia trascendencia, de un discurso que está más allá del silencio. ¿Pero acaso es posible que toda la empresa se convierta en un acto de mala fe si el artista también sabe esto? 12 He aquí una cita famosa: “Todo lo que se puede pensar se puede pensar claramente. Todo lo que se puede decir se puede decir claramente. Pero no todo lo que se puede pensar se puede decir”. Observen que Wittgenstein, con su hábito de eludir escrupulosamente el problema psicológico, no pregunta por qué, cuándo y en qué circunstancias alguien podría desear verter en palabras “todo lo que se puede pensar” (aunque pudiera hacerlo), o incluso expresar (claramente o no) “todo lo que se podría decir”. 13 Respecto de todo lo que se dice, podríamos preguntar: ¿por qué? (Incluso: ¿por qué habría de decir eso? Y: ¿por qué habría de decir algo, fuera lo que fuere?) Mas aún, en términos estrictos, nada de lo que se dice es verdad. (Aunque una persona puede ser la verdad, nunca podemos decirla). De todos modos, a veces lo que se dice puede ser útil, y esto es lo que generalmente piensa la gente cuando da por cierto algo que se ha dicho. La palabra puede esclarecer, destacar, confundir, exaltar, infectar, hostilizar, satisfacer, lamentar, aturdir, animar. Aunque el lenguaje se utiliza normalmente para inspirar la acción, algunos asertos verbales, ya sean escritos u orales, son por sí mismos la ejecución de una acción (como cuando se promete, se jura o se deja en testamento). Otra aplicación de la palabra, en todo caso más común que la de provocar acciones, es la de provocar la enunciación de más palabras. Pero la palabra también puede silenciar. En verdad así debe ser: sin la polaridad del silencio, todo el sistema del lenguaje fracasaría. Y más allá de su función genérica como opuesto dialéctico del lenguaje, el silencio –como el lenguaje- también tiene aplicaciones más específicas, menos inevitables. Una aplicación del silencio: probar la falta de pensamiento o la renuncia a él. El silencio se emplea a menudo como técnica mágica o mimética en las relaciones sociales represivas. Por ejemplo en las reglas de los jesuitas sobre la forma de hablar con los superiores y en los castigos a los niños. (Esto no debe confundir con las prácticas de determinadas disciplinas monásticas, como las de la orden trapense, en cuyo caso el silencio es un acto ascético y al mismo tiempo sirve como testimonio de perfecta “plenitud”. Otra aplicación del silencio, aparentemente antagónica; probar la conclusión del pensamiento. Para decirlo con las palabras de Karl Jaspers: “Quien tiene las respuestas definitivas ya no puede hablar al prójimo, e interrumpe la comunicación genuina en aras de aquello en lo que cree”. Otra aplicación más del silencio: suministra tiempo para continuar el pensamiento o explorarlo. Notablemente, la palabra pone punto final al pensamiento. (Un ejemplo: el ejercicio de la crítica, en la cual no parece haber manera de que el crítico no afirme que un determinado artista es esto, es aquello, etc.). Pero si decidimos que un asunto no está concluido, no lo está. Presumiblemente ésta es la razón de ser de los experimentos voluntarios de silencio que han emprendido algunos atletas espirituales contemporáneos, como Buckminster Fuller, y es el elemento de sabiduría que aflora en el silencio por todo lo demás primordialmente autoritario y burdo de los psicoanalistas freudianos ortodoxos. El silencio mantiene las cosas “abiertas”. Y he aquí otra aplicación del silencio: pertrechar o ayudar al lenguaje para que alcance su máxima integridad o seriedad. Todos han comprobado que las palabras son más ponderadas cuando están separadas por largos silencios. O que, cuando un individuo habla menos, empieza a percibir más cabalmente su propia presencia física en un ámbito determinado. El silencio socava el “lenguaje defectuoso”, o sea, el lenguaje disociado: el lenguaje disociado del cuerpo (y, por tanto, del sentimiento); el lenguaje que no se halla orgánicamente influido por la presencia sensual y la particularidad concreta del individuo que habla ni por la circunstancia especial en que éste lo emplea. El lenguaje se deteriora cuando está desvinculado del cuerpo. Se convierte en algo falso, endeble, innoble, superficial. El silencio puede inhibir o contrarrestar esta tendencia, el suministrar una especie de lastre, y al controlar e incluso corregir el lenguaje cuando éste pierde su autenticidad. Vistos estos peligros que se ciernen sobre la autenticidad del lenguaje (la cual no depende de la naturaleza de un aserto aislado, ni siquiera de la de un grupo de asertos, sino de la relación entre la persona que habla, su discurso y la situación), el proyecto imaginario de decir claramente “todo lo que se puede decir”, tal como sugirió Wittgenstein, parece sobremanera complicado. (¿De cuánto tiempo dispondríamos? ¿Tendríamos que hablar de prisa?) El universo hipotético del filósofo, donde las cosas se dicen claramente (y que relega al silencio sólo aquello de “lo que no se puede hablar”), parecería ser la pesadilla del moralista, o del psiquiatra…o por lo menos un territorio en el que nadie debería entrar despreocupadamente. ¿Existe alguien que desee decir “todo lo que se pueda decir”? La respuesta plausible desde el punto de vista psicológico parecería ser negativa. Pero la afirmativa también es plausible, como ideal naciente de la cultura moderna. ¿Acaso no es esto lo que hoy desean muchas personas: decir todo lo que se puede decir? Sin embargo, no se puede perseguir esta meta sin caer en conflictos interiores. Inspirada en parte por la difusión de los ideales de la psicoterapia, la gente anhela decirlo “todo” (y uno de los resultados que obtiene al proceder así, consiste en minar aún más la ya maltrecha distinción entre la actividades públicas y privadas, entre la información y los secretos). Pero en un mundo superpoblado, interconectado mediante la comunicación electrónica global y los aviones de retropropulsión a un ritmo tan rápido y violento que una persona orgánicamente sana no puede asimilarlo sin sufrir una conmoción, la gente también experimenta un rechazo frente a cualquier proliferación adicional del lenguaje y las imágenes. Factores tan diversos como la “reproducción tecnológica” ilimitados y la difusión casi universal del lenguaje y la palabra impresa así como de las imágenes (desde las “noticias” hasta los “objetos artísticos”), por un lado, y la degeneración del lenguaje público en los ámbitos de la política, la publicidad y los espectáculos, por otro, han producido, sobre todo entre los miembros más cultos de la sociedad de masas moderna, una desvalorización del lenguaje. (Debería alegar, contradiciendo a McLuhan, que se ha producido una desvalorización del poder y la credibilidad de las imágenes no menos radical que la que aflige al lenguaje, y esencialmente análoga a ella). Y a medida que disminuye el prestigio del lenguaje, aumenta el del silencio. Me refiero, aquí, al contesto sociológico de la ambivalencia contemporánea respecto del lenguaje. Desde luego, el problema es mucho más profundo. Debemos reconocer que, además de los factores sociológicos específicos, interviene algo semejante a un descontento perenne con el lenguaje, descontento éste que ha sido expresado en todas las principales civilizaciones de Oriente y Occidente cada vez que el pensamiento llegaba a una determinada categoría, superior y lacerante, de complejidad y ponderación espiritual. Tradicionalmente, esta antipatía al lenguaje mismo ha sido enunciada mediante el vocabulario religioso, con sus meta-absolutos de “sagrado” y “profano”, “humano” y “divino”. Los antecedentes de los dilemas y estrategias del arte, en particular, se descubren en el ala radical de la tradición mística. (Véase, entre los textos cristianos, la Mystica Teología, de Dionisio el Areopagita; el anónimo Cloud of Unknowing; los escritos de Jacob Boehme y Meister Echkhart; y sus afines en los textos zen, taoístas y sufis.) La tradición mística siempre ha reconocido, para decirlo con las palabras de Norman Brown, “la naturaleza neurótica del lenguaje”. (Según Boehme, Adán hablaba una lengua distinta de todas las conocidas. Era un “idioma sensual”, el instrumento expresivo directo de los sentidos, propio de los seres que formaban parte integral de la naturaleza sensual, o sea, el que continúan empleando todos los animales con excepción de ese animal enfermo que es el hombre. Esta lengua, que Boehme define como la única “lengua natural”, la única que está libre de deformaciones e ilusiones, es la que el hombre volverá ha hablar cuando recupere el paraíso.) Pero quienes han desarrollado estas ideas de manera más espectacular en nuestra época han sido los artistas (y algunos psicoterapeutas), y no los tímidos herederos de las tradiciones religiosas. El artista, explícitamente rebelado contra lo que se interpreta como la vida disecada y estratificada de la mente común, exhorta a revisar el lenguaje. Esta búsqueda de una conciencia depurada del lenguaje contaminado y, en algunas versiones, de las deformaciones que se producen al concebir el mundo exclusivamente en términos verbales convencionales (“racionales” o “lógicos” en su sentido envilecido), inspira buena parte del arte contemporáneo. El arte mismo se convierte en una especie de violencia de signo opuesto, que pretende emancipar la conciencia de los hábitos de la verbalización exánime y estática, presentando modelos de “lenguaje sensual”. En todo caso, la magnitud del descontento ha aumentado desde que las artes heredaron el problema del lenguaje, que antes era patrimonio del discurso religioso. No se trata sólo de que las palabras sean, en última instancia, inservibles para traducir los fines supremos de la conciencia; ni siquiera de que se interpongan en el camino. El arte expresa un doble descontento. Nos faltan las palabras, y las tenemos en exceso, El arte plantea dos objeciones al lenguaje. Las palabras son demasiado burdas. Y además están demasiado ajetreadas: invitan a una hiperactividad de la conciencia que no sólo es antifuncional desde el punto de vista de las facultades humanas para sentir y actuar, sino que además sofoca la mente y embota los sentidos. El lenguaje es degradado a la categoría de acontecimientos. Algo ocurre en el tiempo, se oye una voz que señala lo que antecede y lo que sigue a un aserto: el silencio. De modo que el silencio es tanto la premisa del lenguaje como el resultado o el fin del lenguaje correctamente encauzado. Según este modelo, la actividad del artista consiste en crear o implantar el silencia; la obra de arte eficaz deja una estela de silencio. El silencio administrado por el artista forma parte de un programa de terapia sensorial y cultural, copiado a menudo del modelo de la terapia de choque más que del de la persuasión. El artista puede participar en esta tarea aunque el medio que emplee sea la palabra: el lenguaje se puede utilizar para controlar el lenguaje, para expresar la mudez. Mallarmé pensaba que la misión de la poesía consistía en desbloquear con palabras nuestra realidad atestada de palabras, mediante la creación de silencios en torno de las cosas. El arte debe organizar un ataque en gran escala contra el lenguaje mismo, mediante el lenguaje y sus sustitutos, en nombre del silencio paradigmático. 14 Al final, la crítica radical de la conciencia (esbozada primeramente por la tradición mística, y administrada ahora por la psicoterapia heterodoxa y por el arte modernista más avanzado) siempre le achaca la culpa al lenguaje. La conciencia se experimenta como un lastre y se concibe como el recuerdo de todas las palabras dichas en todos los tiempos. Krishnamurti pretende que renunciemos a la memoria psicológica, que contrapone a la fáctica. De lo contrario, seguiremos poblando lo nuevo con lo viejo, inhibiendo la experiencia al ensamblar cada experiencia con la anterior. Debemos destruir la continuidad (asegurada por la memoria psicológica), y para ello debemos llegar hasta el final de cada emoción o pensamiento. Y después del final, lo que sobreviene (por un tiempo) es el silencio. 15 En la cuarta de las Duisneser Elegien, Rilke suministra una descripción metafórica del problema del lenguaje y recomienda un método para aproximarse tanto como él cree viable al horizonte del silencio. Un requisito previo para “vaciarnos” consiste en poder percibir de qué estamos “colmados”, cuáles son las palabras y los gestos mecánicos que nos rellenan, como si fuéramos muñecos. Sólo entonces, cuando nos enfrentamos con el muñeco desde el polo opuesto, aparece el “ángel”, una figura que encarna una posibilidad igualmente inhumana pero “superior”, la de una aprehensión totalmente directa, tras-lingüística. El ser humano, que no es muñeco ni ángel, permanece situado dentro del reino del lenguaje. Pero para que podamos experimentar la naturaleza, y después las texturas de la vida común, desde una condición distinta de la mutilada que caracteriza al simple espectador, el lenguaje debe recuperar su castidad. Tal como Rilke explica en la novena de dichas elegías, la redención del lenguaje (o sea, la redención del mundo mediante su incorporación a la conciencia) es una tarea larga e infinitamente ardua. Los seres humanos están tan “caídos” que deben empezar por el acto lingüístico más simple: la denominación de las cosas. Quizá sólo se pueda salvar de la corrupción general del discurso esta función mínima. Es muy posible que el lenguaje deba mantenerse dentro de un estado permanente de reducción. Tal vez cuando se perfecciones este ejercicio espiritual que consiste en circunscribir el lenguaje a la adjudicación de nombres, sea posible pasar a otras aplicaciones más ambiciosas. Pero ni siquiera entonces deberá intentarse algo que permita que la conciencia vuelva alienarse de sí misma. A juicio de Rilke es posible superar la alienación de la conciencia, pero no, como en los mitos radicales de los místicos, mediante la superación total del lenguaje. Basta con reducir drásticamente el alcance y el uso del lenguaje. Para este acto engañosamente sencillo de la adjudicación de nombre se necesita una tremenda preparación espiritual (lo contrario de la “alienación”). Se trata nada menos que de pulir y aguzar armoniosamente los sentidos (exactamente lo opuesto de proyectos violentos como los de “alterar sistemáticamente los sentidos”, aunque a grandes rasgos tengan el mismo fin y estén motivados por la misma hostilidad a la cultura verbal-racional). El remedio de Rilke se encuentra a mitad de camino entre aprovechar el entumecimiento del lenguaje como institución burda y cabalmente implantada, y ceder al vértigo suicida del silencio total. Pero hay otra manera muy distinta de reivindicar este terreno intermedio que consiste en reducir el lenguaje a la adjudicación de nombres. Comparemos el nominalismo benévolo que propone Rilke (y que propuso y practicó Francis Ponge) con el nominalismo brutal que adoptaron otros muchos artistas. El arte moderno aplica con frecuencia la estética del inventario, pero no lo hace –como Rilke- con el fin de “humanizar” las cosas, sino más bien con el de confirmar su inhumanidad, su impersonalidad, su indiferencia respecto de las inquietudes humanas y su distanciamiento de éstas. (Ejemplo de la preocupación “inhumana” por la adjudicación de nombres: Impressions dAfrique, de Roussel; las serigrafías y las primeras películas de Andy Warhol; las primeras novelas de Robbe-Grillet, que procuran reducir la función del lenguaje a la simple descripción y localización física.) Rilke y Ponge suponen que existen prioridades: objetos ricos por oposición a otros vacíos, acontecimientos con un cierto atractivo. (Éste es el estímulo para el intento de arrancar la corteza del lenguaje, dejando que las “cosas” hablen por sí mismas.) Más aún, suponen que si hay estados de falsa conciencia (obstruida por el lenguaje), también hay auténticos estados de conciencia…que el arte tiene la misión de promover. La otra concepción niega las jerarquías tradicionales de interés y sentido, en las cuales unas cosas son más “significativas” que otras. También niega la distinción entre experiencia verdadera y falsa, entre verdadera y falsa conciencia: en principio, uno debería querer prestar atención a todo. Es esta concepción, que Cage formuló con mayor elegancia aunque su práctica aflora en todas partes, la que conduce al arte del inventario, del catálogo, de las superficies; y también del “ azar”. La función del arte no consiste en legitimar ninguna experiencia específica, exceptuando aquella en virtud de la cual estamos abiertos a la multiplicidad de la experiencia…para desembocar, en la práctica, en un marcado énfasis sobre cosas que generalmente consideramos triviales o desprovistas de importancia. El apego del arte contemporáneo al principio narrativo “mínimo” del catálogo o inventario casi parece parodiar la cosmovisión capitalista, que fragmenta el entorno en ítems (categoría ésta que abarca objetos y personas, obras de arte y organismos naturales), y en la cual cada ítem es una mercancía, o sea, un objeto aislado y portátil. El arte de inventario, que es en sí mismo sólo una de las formas de abordar un discurso idealmente desprovisto de inflexiones, alienta una nivelación general de los valores. Tradicionalmen te, los efectos de una obra de arte estaban distribuidos de manera irregular, para generar en el público una determinada escala de experiencias: al principio excita, después manipula y finalmente satisface las expectativas emocionales. Lo que se propone ahora es un discurso desprovisto de énfasis en este sentido tradicional. (Una vez más, el principio de la vista fija por oposición al de la mirada.) También se podría describir este arte diciendo que genera una gran “distancia” (entre el espectador y el objeto de arte, entre el espectador y sus emociones). Pero desde el punto de vista psicológico, la distancia se asocia a menudo con una sensibilidad exacerbada, en la cual la frialdad o impersonalidad con que abordamos algo mide el interés insaciable que el objeto nos inspira. La distancia que postula gran parte del arte “antihumanista” equivale en los hechos a la obsesión, faceta ésta de la preocupación por las “cosas” que ni siquiera se insinúa en el nominalismo “humanista” de Rilke. 16 “Hay algo raro en los actos de escribir y hablar”, sentenció Novalis en 1799. “El error ridículo y pasmoso que comete la gente consiste en creer que utiliza las palabras en relación con las cosas. Ignora la naturaleza del lenguaje, que consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir”. Quizás el aserto de Novalis ayude a explicar una aparente paradoja: que en la misma época en que se ha generalizado el alegato en favor del silencio del arte, un número creciente de obras de arte sean muy locuaces. La verbosidad y la reiteración son particularmente llamativas en las artes temporales como la ficción en prosa, la música, el cine y la danza, muchas de las cuales cultivan una suerte de tartamudez ontológica, facilitada, a su vez, por la negativa a aceptar los incentivos que una construcción lineal, con comienzo, nudo y desenlace, suministra a un discurso limpio, desprovisto de redundancias. Pero en realidad no existe contradicción alguna. Porque la exhortación contemporánea al silencia nunca ha reflejado exclusivamente un rechazo hostil del lenguaje. También implica un gran respecto por el lenguaje: por sus poderes, su salud pasado y los peligros que encierra actualmente para la conciencia libre. De esta valoración apasionada y ambivalente emana el impulso a favor de un discurso que parece ser simultáneamente irreprimible (y, en principio, interminable) y extrañamente incoherente, dolorosamente reducido. En las ficciones de Stein, Burroughs y Bechett se vislumbra la idea subliminal de que quizás sería posible apabullar al lenguaje a fuerza de mucho hablar, o hablar hasta reducirse uno mismo al silencio. Esta no es una estrategia muy prometedora, cuando se examinan los resultados que sería razonable esperar de ella. Pero quizá no sea tan extraña, cuando observamos con cuánta frecuencia la estética del silencio aparece yuxtapuesta a una aversión por el vacío apenas controlada. La conciliación de estos dos impulsos antagónicos puede producir la necesidad rellenar todos los espacios con objetos de escaso peso emocional o con extensas superficies de color apenas modulado o de objetos uniformemente detallados; o de desgranar un discurso con la menor cantidad posible de inflexiones, variaciones emotivas y altibajos del énfasis. Estos procedimientos parecen análogos al comportamiento de un neurótico obsesivo que se protege del peligro. Los actos de este individuo deben repetirse en forma idéntica, porque el peligro sigue siendo el mismo; y deben reiterarse interminablemente, porque el peligro nunca parece alejarse. Pero las llamas emocionales que alimentan el discurso artístico análogo a la obsesión, se pueden atenuar hasta el punto de que casi podemos olvidar su presencia. Entonces lo único que percibe el oído es una especie de murmullo o bordoneo constante. Y lo que percibe la vista es cómo se llena pulcramente un espacio con cosas, o para decirlo con más exactitud, cómo se transcribe pacientemente el detalle de la superficie de las cosas. Desde esta perspectiva, el “silencio” de los objetos, las imágenes y las palabras es un requisito previo para su proliferación. Si los diversos elementos de la obra de arte estuvieran dotados de una carga individual más potente, cada uno de ellos reivindicaría un mayor espacio psíquico y entonces quizás habría que reducir su número total. 17 A veces la acusación contra el lenguaje no recae sobre éste en su totalidad sino sobre la palabra escrita. Así fue como Tristan Tzara exhortó a quemar todos los libros y las bibliotecas para generar una nueva era de tradiciones orales. Y, como es sabido, MaLuhan practica la más tajante de las distinciones entre el lenguaje escrito (que existe en el “espacio visual”) y el lenguaje oral (que existe en el “espacio auditivo”), al mismo tiempo que alaba las ventajas de este último como base de la sensibilidad. Si se considera culpable al lenguaje escrito, lo que se buscará no será tanto la reducción del lenguaje como su transformación en algo más flexible, mas intuitivo, menos organizado y modulado, no lineal (en la terminología de McLuhan) y marcadamente más verborrágico. Pero, por supuesto, éstas son precisamente las cualidades que caracterizan muchas de las grandes narraciones en prosa de nuestro tiempo. Joyce, Stein, Gadda, Laura Riding, Becket y Burroughs emplean un lenguaje cuyas normas y energías proceden de la palabra hablada, con sus movimientos repetitivos circulares y su preponderancia de la primera persona. “Hablar pro hablar es la fórmula de la emancipación” dijo Novalis. (¿Emancipación respecto de qué? ¿Del habla? ¿Del arte?) A mi juicio, Novalis ha descrito sucintamente la actitud correcta del escritos ante el lenguaje y ha suministrado el criterio básico para la literatura como arte. Pero aún no se sabe hasta qué punto el lenguaje oral es el modelo privilegiado para el lenguaje de la literatura, considerada esta última como arte. 18 Uno de los corolarios del desarrollo de esta concepción del lenguaje del arte como algo autónomo y autárquico (y, en última instancia, auto-reflexivo) es la decadencia del “significado” tal como éste se buscaba tradicionalmente en las obras de arte. El “hablar por hablar” nos obliga a colocar en otro plano el significado de los asertos lingüísticos o para-lingüísticos. Nos impulsa a desechar el significado (con la acepción de referencias a entidades ajenas a la obra de arte) como una norma del lenguaje del arte y a sustituirlo por el “uso”. (La famosa tesis de Wittgenstein, “el significado es el uso”, se puede y se debe aplicar rigurosamente al arte.) El “significado” convertido parcial o totalmente en “uso” es la clave de la muy difundida estrategia de la literalidad, gran innovación de la estética del silencio. Una variante es la literalidad oculta, de la que son ejemplos dos escritores tan distintos entre sí como Kafka y Beckett. Las narraciones de Kafka y Beckett desconciertan porque parecen invitar al lector a atribuirles electrizantes significados simbólicos y alegóricos y, al mismo tiempo, rechazan tales atribuciones. Sin embargo, cuando se examina la narración, ésta no revela más que lo que significa literalmente. El poder de su lenguaje se asienta precisamente sobre el hecho de que el sentido es tan descarnado. Este sentido descarnado produce a menudo una suerte de ansiedad, parecida a la que experimentamos cuando los objetos familiares no están en su lugar o no desempeñan su papel habitual. La literalidad inesperada puede ponernos tan ansiosos como los objetos “inquietantes” de los surrealistas y como la escala y la condición imprevistas de objetos conjugados en un paisaje imaginario. Todo lo que es totalmente misterioso es el mismo tiempo relajante en el plano psíquico y generador de ansiedad. (Un mecanismo perfecto para estimular este par de emociones antagónicas: un dibujo de El Bosco expuesto en un museo holandés, que muestra árboles provistos de sendas orejas a ambos costados del tronco, como si estuvieran escuchando los ruidos del bosque, en tanto que el suelo se halla sembrado de ojos.) Delante de una obra de arte cabalmente consciente, experimentamos algo parecido a esa mezcla de ansiedad, distanciamiento, escozor y alivio que la persona físicamente sana experimente cuando entrevé a un mutilado. Beckett elogia una obra de arte que es un “objeto total, completo cuando le faltan partes, en lugar de ser un objeto parcial. Es una cuestión de grados”. ¿Pero qué es exactamente la totalidad y qué es lo que determina que algo esté completo en arte (o en cualquier otra cosa?) Este problema es, en principio. Irresoluble. Una obra de arte, sea como fuere, siempre podría haber sido –podría ser- diferente. La necesidad de que tenga estas partes en este orden nunca es impuesta; siempre es conferida. La negativa a aceptar esta contingencia (o apertura) esencial es la que inspira al público la voluntad de confirmar que la obra está cerrada, mediante su interpretación, y es la que suscita entre los artistas y críticos ese sentimiento común de que la obra de arte siempre está más o menos rezagada respecto de su “tema” o no le hace justicia. Pero a menos que estemos consagrados a la idea de que el arte “expresa” algo, semejantes procedimientos y actitudes distan mucho de ser inevitables. 19 Este concepto del arte como “expresión” ha engendrado la versión más común, y dudosa, de la noción de silencio, a saber, la que invoca la idea de “lo inefable”. La teoría supone que la jurisdicción del arte es “lo bello”, y de esto se infiere que los efectos han de ser indecibles, indescriptibles e inefables. En verdad, se toma como criterio mismo de arte la búsqueda de medios para expresar lo inexpresable, y a veces esto se aprovecha para efectuar una distinción tajante – y a mi juicio insostenible- entre la literatura en prosa y en poesía. Valéry enunció desde esta posición su famoso razonamiento (que Sastre repitió en un contexto muy diferente) en virtud del cual la novela no es de ninguna manera, en términos estrictos, una forma artística. Puesto que la finalidad de la prosa no es otra que comunicar, explica Valéry, el empleo del lenguaje en prosa es perfectamente directo. Y dado que la poesía es un arte, sus objetivos deberían ser muy distintos: expresar una experiencia esencialmente inefable; utilizar el lenguaje para expresar la mudez. Los poetas, a diferencia de los prosistas, está empeñados en subvertir su propio instrumento y buscan la forma de trascenderlo. Esta teoría no es muy interesante, en la medida en que supone que al arte le preocupa la belleza. (La estética moderna está paralizada porque depende de este concepto esencialmente hueco. ¡Como si el arte se “ocupara” de la belleza de la misma manera en que la ciencia se “ocupa” de la verdad!). Pero aunque la teoría desechara la noción de belleza, perduraría una objeción aún más grave. La hipótesis de que una función esencial de la poesía (tomada como paradigma de todas las artes) consiste en expresar lo inefable, es ingenuamente a-histórica. Lo inefable, aunque es sin duda alguna una categoría perenne de la conciencia, no siempre se ha cobijado en las artes. Su refugio tradicional estaba en el discurso religioso y, accesoriamente (como relata Platón en su Séptima Epístola), en la filosofía. El hecho de que a los artistas contemporáneos les preocupe el silencio –y, por tango, en una vertiente, lo inefable- se debe entender en su contexto histórico, como una consecuencia del mito predominante, y también contemporáneo, de la naturaleza “absoluta” del arte. El valor adjudicado al silencio no nace en virtud de la naturaleza del arte, sino que proviene de la adscripción contemporánea de determinadas cualidades “absolutas” al objeto de arte y a la actividad del artista. La medida en que el arte está comprometido con lo inefable es más es percibida, además de contemporánea: en la concepción moderna, el arte siempre está relacionado con trasgresiones sistemáticas de tipo formal. La violación sistemática de las antiguas convenciones formales que practican los artistas modernos confiere a su otra una cierta aureola de inefabilidad: por ejemplo, cuando el público capta con desasosiego la presencia negativa de algo más que se podría decir, y no se dice; y cuando cualquier “aserto” enunciado en una forma agresivamente novedosa o difícil tiende a parecer equívoco o simplemente vacío. Pero debemos perder de vista la naturaleza positiva de la obra de arte. El arte contemporáneo, por mucho que se haya definido a sí mismo mediante la proclividad a la negación, se puede analizar todavía como una serie de afirmaciones de tipo formal. Por ejemplo, cada obra de arte nos suministra una forma o paradigma o modelo para saber algo; una epistemología. Pero vista como proyecto espiritual, como vehículo de aspiraciones encauzadas hacia un absoluto, lo que cualquier obra de arte nos proporciona es un modelo específico para el tacto metasocial o metaético, una norma de decoro. Cada obra de arte refleja la unidad de ciertas preferencias acerca de lo que se puede y no se puede decir (o representar). Al mismo tiempo que puede formular una propuesta tácita para subvertir reglas anteriormente consagradas acerca de lo que se puede decir (o representar), dicta su propia escala de límites. 20 Los artistas contemporáneos postulan el silencio en dos estilos: estentóreo y suave. El estilo estentóreo es un derivado de la antítesis inestable entre lo “colmado” y lo “vacío”. La aprehensión sensual, estática y traslingüística de lo colmado es notoriamente frágil: con una zambullida colosal y casi instantánea puede precipitarse en el vacío del silencio negativo. Esta postulación del silencio, con toda su conciencia de los riesgos asumidos (los azares de la náusea espiritual, incluso de la locura), suele ser frenética y excesivamente generalizadora. También es con frecuencia apocalíptica y debe soportar la humillación de todo pensamiento apocalíptico, o sea, profetizar el final, asistir a la llegada del día estipulado, sobrevivirlo, y fijar entonces una nueva fecha para la incineración de la conciencia y para la corrupción definitiva del lenguaje y el agotamiento de las posibilidades del discurso artístico. La otra forma de referirse al silencio es más cauta. Básicamente, se presenta como la prolongación de un rasgo sobresaliente del clasicismo tradicional: la preocupación por los métodos de decoro, por los modelos de dignidad. El silencio no es más que “discreción” elevada a la enésima potencia. Por supuesto, el tono se ha modificado al verter esta preocupación fuera de la matriz del arte clásico tradicional: de la circunspección didáctica ha pasado al desprejuicio irónico. Pero en tanto que el estilo clamoroso con que se proclama la estética del silencio puede parecer más vehemente, el discurso de sus partidarios más moderados (como Cage y Hohns) es igualmente drástico. Reaccionan contra la misma idea de las aspiraciones absolutas del arte (mediante desautorizaciones programáticas del arte); y comparten el mismo desdén por los “significados” que consagró la cultura en el sentido habitual del término. Lo que los futuristas, algunos dadaístas y Burroughs expresan como una cruda desesperación y una visión perversa del Apocalipsis no es menos serio por el hecho de que lo proclamen con voz cortés y con una serie de afirmaciones humorísticas. En verdad, se podría argüir que el silencio sólo tendrá probabilidades de perdurar como idea viable para el arte y la conciencia modernos si se despliega con una ironía considerable y casi sistemática. 21 Es propio de la naturaleza de todos los proyectos espirituales que éstos tiendan a consumirse a sí mismos, agotando su sentido y el significado mismo de los términos en que están acuñados. (Por ello hay que reinventar constantemente la “espiritualidad”.) Todos los proyectos auténticamente definitivos de la conciencia terminan por convertirse en proyectos encaminados a desenmarañar el pensamiento mismo. El arte concebido como proyecto espiritual no es una excepción. En su condición de réplica abstraída y fragmentada del nihilismo positivo que postulaban los mitos religiosos radicales, el arte serio de nuestro tiempo ha gravitado sistemáticamente hacia las inflexiones más desgarradoras de la conciencia. Presumiblemente, la ironía es el único contrapeso viable para esta solemne transformación del arte en el ruedo donde se pone a prueba la conciencia. La perspectiva actual es que los artistas continúen aboliendo el arte. Sólo para resucitarle en una versión más retraída. Mientras el arte esté sometido a la presión del interrogatorio crónico, parecería deseable que algunas de las preguntas tengan un vierto matiz humorístico. Pero esta perspectiva depende, quizá, de la viabilidad de la misma ironía. A partir de Sócrates, ha habido incontables testigos del valor que la ironía revista para el individuo: como método complejo y serio para buscar y retener la verdad personal, y como medio para salvar la propia cordura. Pero a medida que la ironía se convierta en el buen gusto de lo que es, al fin de cuentas, una actividad esencialmente colectiva –la creación del arte- es posible que disminuya su utilidad. No es necesario emitir juicios tan categóricos como los de Nietzsche, quien pensaba que la expansión de la ironía por todos los intersticios de una cultura reflejaba la embestida de la decadencia y presagiaba el agotamiento de su vitalidad y sus poderes. En la cosmópolis post-política y conectada por medios electrónicos donde todos los artista modernos serios han tomado prematuramente carta de ciudadanía, parece haberse cortado ciertos vínculos orgánicos entre cultura y “pensamiento” (y ahora el arte es, por cierto, y sobre todo, una forma de pensamiento), de modo que quizás haya que modificar el diagnósticos de Nietzsche. Pero si la ironía cuenta con más recursos positivos que los que reconocía Nietzsche, igualmente es lícito seguir preguntándose hasta dónde se pueden estirar dichos recursos. Parece difícil que las posibilidades de socavar continuamente nuestras propias premisas puedan seguir desarrollándose indefinidamente a lo largo del futuro, sin que en algún momento las frene la desesperación o una carcajada que nos quitará el aliento. (1967) Transcrito del libro "Estilos Radicales" Editorial Suma de Letras - Ed. 2005