La Casa de Valeria - Cuento
Caminó como solía hacerlo todas las tardes cuando el clima se lo permitía.
No es que le importara demasiado gozar del sol que se colaba entre los árboles, ni de sus reflejos sobre el suelo de tierra desnuda del camino o la hierba de los potreros. Caminaba por costumbre carente de verdadero interés, como lo hacía todo en su rutina diaria. Iba con la mirada hacia ninguna parte, recogiendo algo del suelo aquí o allá, para arrojarlo después lejos de sí con el mismo gesto indiferente conque lo hacía todo.
Cuando no caminaba se quedaba en su casa escribiendo, o simplemente se sentaba en el viejo sillón de la galería que ocupaba todo el frente de su casa, mirando sin ver lo que podría llamarse su jardín, un terreno hirsuto cubierto de malezas entre las cuales se asomaban lo que alguna vez debieron ser canteros de flores y arbustos, raquíticos ahora por la falta de cuidados y que sobrevivían vaya a saber por qué designio de la naturaleza.
La casa había sido hermosa alguna vez. Aún quedaban en sus paredes y ventanas restos de pintura verde oscuro y blanco. Era una casa espaciosa. En la planta baja había un salón amplio, que alguna vez había funcionado como sala de estar y comedor. A la derecha, una pared baja que remataba en una superficie de madera oscura, separaba la cocina del resto del ambiente. A la izquierda, una puerta se abría a un cuarto de baño de regulares dimensiones, con revestimientos, suelos y sanitarios antiguos. Una chimenea recubierta de piedra ocupaba otro sector de la pared. Al, una gran ventana dejaba ver los fondos de la casa en un estado de abandono similar al del jardín. Una escalera de madera con baranda de madera torneada llevaba al piso superior de la casa, donde había tres habitaciones de regulares dimensiones y un cuarto de baño más amplio que el de la planta baja. En ese piso estaban los que en otro tiempo fueron su dormitorio, el estudio y el cuarto de huéspedes.
De unos años a esta parte la casa, como su propietaria, se había replegado sobre sí misma. Valeria no subía esa escalera siquiera para ir a su estudio a leer o escribir. Tampoco por las noches utilizaba su dormitorio.
Todo lo hacía en la planta baja. La amplia mesa del comedor estaba atestada de libros y papeles, y su vieja máquina de escribir emergía, gris, sobre el desorden. Dormía en amplio sofá de la sala, frente a la chimenea que encendía en los días fríos, arropada con la suave manta de lana escocesa.
<>
Mientras caminaba sin rumbo como de costumbre, encontró en mitad del camino una rama. Algo en ella llamó su atención porque la recogió del suelo y continuó caminando usándola de apoyo, como si llevara un báculo.
Regresó de su caminata y antes de subir los tres escalones de madera que accedían a la galería, con un solo gesto resuelto y brusco clavó aquella rama en la tierra blanda por la lluvia caída la noche anterior.
Los días se deslizaron como siempre, entre breves períodos de sueño varias veces al día, algunas hojas escritas con la vieja máquina que fueron a engrosar la pila de sus antecesoras, simples comidas y alguna taza de té o café, consumidas en silencio con la mirada fija en las copas de los árboles vecinos. Lo mismo de siempre desde que había quedado sola, única habitante de aquella casa que se marchitaba.
Esa tarde, como tantas otras, tomó las últimas hojas escritas, se calzó los anteojos con montura de carey y se sentó en el amplio sillón de la galería con su lápiz azul en la mano izquierda y la intención de corregir lo escrito en días anteriores. La de corregir era una actividad que reservaba para cuando, después de largo tiempo sentada frente a la máquina de escribir con las manos inmóviles sobre el regazo, miraba la hoja en blanco -ese extenso territorio de la angustia de todo escritor- sin encontrar una sola idea por la que valiera la pena poner en acción sus dedos en reposo.
Se entregó a la tarea con la indiferencia de costumbre. Las frases mecanografiadas se fueron llenando de círculos, rayas, tachaduras y palabras azules.
Cuando levantó la vista de su tarea se topó con la vara que algunos días antes había clavado indolentemente en la tierra húmeda frente a la galería, al regreso de su caminata habitual. Le pareció ver algo distinto en el extremo agudo de la vara; pensó en un efecto de la luz del atardecer que solía tornar borrosas algunas formas. Estiró el cuello hacia adelante intentando aproximarse para ver con mayor claridad y como el efecto persistía, se levantó perezosamente del sillón y caminó hacia la baranda que cerraba la galería. Vio los diminutos botones nacarados que se apretujaban al tope de la rama. Bajó los escalones, se acercó aún más, y comprobó que otros similares cubrían aquel pequeño mástil desolado. Una mueca similar a una sonrisa incrédula fue su reacción ante esa germinación que se le antojaba anacrónica y absurda.
¿Qué razón de ser tenía aquel incipiente florecer de una rama recogida al azar en el camino y clavada en el suelo sin premeditación alguna?
Por primera vez, un sentimiento diferente de la abulia habitual se instaló en ella. ¿Qué clase de planta sería aquélla que voluntariamente había escogido ese terreno abandonado de su casa para nacer? Seguramente –pensó-un viento de esos tan frecuentes en la primavera la tumbaría, o la falta de agua -si no llovía a tiempo- la secaría definitivamente. Volvió a su sillón y siguió corrigiendo hasta que la luz de la tarde se fue apagando y le resultó difícil distinguir lo que leía. Entonces dejó a un lado las hojas de papel y el lápiz azul, cerró el saco de lana gris sobre su pecho abrigándose del fresco del atardecer, y se quedó allí sentada, como tantos atardeceres, viendo apagarse lentamente otro día más.
Cuando advirtió que el frío de la noche atravesaba su saco gris y se le pegaba a la piel, se levantó y entró en la casa.
Reavivó el fuego de la chimenea agregando algunos leños gruesos que le procurarían calor durante la noche. Se preparó un té y lo bebió acompañado con dos bizcochos que extrajo de un antiguo envase de hojalata con la pintura descascarada. Tomó un libro y se acostó en el amplio sofá tapándose con la manta de lana escocesa que siempre estaba a mano (¿con qué se abrigaría durante el sueño si aquélla manta imprescindible se rompía alguna vez?). Todo: la manta, la taza, el envase de hojalata, el saco gris, su vieja máquina de escribir, el amplio sofá de la sala, el sillón de la galería, el lápiz azul, todos esos objetos, formaban parte de la escenografía, siempre igual e inmodificable, en la que se desarrollaba el argumento de la comedia de su vida. Todos y cada uno de esos objetos se le antojaban irremplazables a pesar de su insignificancia. No imaginaba otros iguales o similares que pudieran sustituirlos.
Leyó hasta quedarse dormida involuntariamente, sin ir en busca del sueño y dejando que llegara repentinamente cuando le viniera en gana.
El sol estaba bajo todavía cuando se despertó. Se quitó la ropa y se deslizó bajo la ducha caliente que cada mañana barría con los últimos vestigios del sueño. Se secó, se envolvió en su vieja bata de baño (¿con que se cubriría al salir de la ducha cada mañana, si algún día esa vieja bata se deshilachara por completo?), se recogió el cabello aún húmedo y caminó hacia la cocina. Mientras preparaba el café para el desayuno miró distraídamente por la ventana hacia la galería; la rama seguía allí, de pie, borrosa a la luz tenue de la mañana nueva.
<>
Los días siguieron sucediéndose uno tras otro como siempre, con la única novedad de la presencia inexplicable par Valeria, de la rama ya florecida en plenitud.
La observaba todos los días varias veces a diferentes horas. Los botones habían ido abriéndose dejando ver pequeñas hojitas de un verde brillante pero claro, que capturaban la luz con tonalidades diferentes según fuera la hora del día en que la miraba. A medida que las hojas crecían el verde se oscurecía y la rama, paulatinamente, perdía su desnudez de báculo a la espera del peregrino que nunca llegaría.
Pasadas algunas semanas, Valeria encontró sin sentido seguir llamando a aquello “la rama”; otras ramas más pequeñas fueron creciendo sobre aquélla primera, y multitud de hojas nuevas se iban integrando a las anteriores aportando sus verdes más jóvenes al conjunto. Decididamente, lo que solitariamente recortaba su silueta sobre la descascarada barandilla de su galería era una planta de la que no conocía el nombre.
Por primera vez en mucho tiempo se rió en voz alta, a carcajadas, de esa rama porfiadamente resuelta a vivir hasta convertirse en planta.
¿No se sentía ridícula, absurda y anacrónica de pie en medio de ese entrevero de malezas que a duras penas emergían de la tierra?
Fue hacia el pequeño cuarto cerrado, separado de la casa, donde se guardaban las cosas que no se usaban desde hacía tiempo y en el que no entraba no recordaba cuanto hacía. Abrió la puerta y entró; la luz del día iluminó el lugar y se preguntó cómo tantas cosas inútiles habían sobrevivido a la indiferencia y el olvido. Entre telas de araña e infinidad de trastos encontró lo que buscaba: la vieja cortadora de césped, dormida desde los tiempos en que en esa casa había importado cuidar un jardín. Salió del cuarto arrastrando la máquina tras de sí y fue hasta el frente. Comenzó a cortar en derredor de “la planta”, empeñada en resaltar su soledad, su inutilidad, su torpe condición de intrusa.
Siguió cortando la hierba y alejándose cada vez más de su punto de partida. No sabía cuánto tiempo llevaba en esa tarea cuando notó el cansancio, pero una fuerza interior la impulsaba a seguir con la tarea.
Al cabo de algunas horas todo el terreno que se extendía al frente de su casa parecía haber sido alfombrado con retazos de verdes diversos, distribuidos caprichosamente sin diseño previo, como un vasto tejido de algodón salido de un telar rústico y enorme.
En ese entorno nuevo la planta seguía allí, erguida y orgullosa de su silueta solitaria que se alzaba sobre el terreno dominándolo.
Valeria guardó la podadora, entró a la casa, se sirvió un vaso de limonada de una jarra que sacó de la heladera y lo bebió casi de un trago, buscando diluir la saliva espesa y amarga que le empastaba la boca. Luego, exhausta, salió a la galería y se derrumbó en el sillón. Sin advertirlo se quedó dormida. Cuando despertó era de noche; todo en torno estaba sereno y no se escuchaba siquiera el ruido del viento pasar por el follaje de los árboles cercanos. Un olor penetrante y nuevo se destacaba del de la hierba recién cortada que el aire de la noche le traía. Atraída casi por ese aroma se levantó del sillón y se acercó a la baranda de madera de la galería apoyando sus manos sobre la madera levemente humedecida por el primer rocío nocturno. Trató en vano de distinguir en la oscuridad rota solamente por la luz de la luna la procedencia de aquél olor. Miró hacia donde estaba la planta y quedó inmóvil, acodada en la baranda, mirando incrédula las flores que como arrojadas desde la altura por una mano invisible, se apretujaban en torno de las ramas. La luz de la luna le permitía ver el color formado de muchos colores superpuestos y mezclados con reflejos rosados y de nácar de aquéllas flores nacidas, para ella, con la noche nueva....
<>
Escuchó golpear las manos. Se acercó a la ventana y vio la figura regordeta y la cara redonda de la señora que, mientras esperaba ser atendida, miraba sonriente hacia donde estaba la planta. Salió a la galería y saludó con cierto asombro en la voz:
-Buenas tardes, ¿puedo ayudarla en algo?
-Buenas tardes, disculpe mi atrevimiento -dijo la Señora- pero no puedo dejar de preguntarle ¿qué planta es esa que tiene usted junto a la galería?
-No lo sé, solo está ahí desde hace un tiempo.
-Soy su vecina, la de la casa que está en medio de aquella arboleda. ¡Amo las plantas! He plantado en mi jardín todas las que he podido encontrar por los alrededores, pero esa que tiene usted frente a su casa no la había visto jamás. Es hermosa, el color de sus hojas es de un verde tan intenso y luminoso a la vez. ¿Da flores?
-Si, pero únicamente abren de noche.
-Conozco otras plantas que abren sus flores únicamente de noche, pero ninguna es como esta, jamás la había visto antes.
Ella notó que estaban conversando casi a los gritos, y apresuradamente dijo:
-Discúlpeme, pase por favor.
La Señora avanzó por el jardín casi desierto y llegó hasta el pie de la galería. Subió los tres escalones con apreciable agilidad considerando su figura regordeta y su corta estatura. Señalando el sillón de la galería Valeria dijo:
-Siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle algo fresco de beber?
-Ah, si, muchas gracias; hace bastante calor.
- Permítame un momento, ya regreso.
Regresó con una bandeja, dos vasos (otros vasos) y una jarra (otra jarra) llena de limonada fría. Llenó los vasos, apoyó la bandeja sobre una pequeña mesita, ofreció uno a su visitante y tomó otro para sí.
-A su salud, dijo la Señora con su sonrisa afable.
-Gracias.
Ambas bebieron un generoso sorbo.
-Espero que sepa disculpar mi atrevimiento –se excusó la Señora- pero soy una adicta a las plantas. Mi esposo y yo vivíamos en la ciudad, en un departamento, usted sabe....allí no se pueden tener muchas plantas. Solo en el balcón y no es lo mismo. Las plantas en macetas no crecen igual de hermosas que en el suelo. Yo creo que debe ser porque cada una está sola en su maceta y no tienen contacto ni comunicación entre sí, dijo y soltó una risita nerviosa como justificando haber dicho una tontería.
- Es posible, ¿por qué no?, apoyó Valeria.
- Es extraño en un jardín tan grande tenga usted solo una planta. Lo que es a mí, ya no me alcanza con el que tengo, planta que encuentro planta que siembro. ¿Esta planta es muy nueva?
-Sí, lo es.
-¿Puedo saber dónde la consiguió?
- Es de aquí cerca.....
Y comenzó a contarle a la Señora la historia de la rama rec0gida en el camino y clavada como al descuido en el lugar en que se encontraba. Estuvo a punto de relatarle la guerra interna sostenida con la planta cuando recién había nacido, pero esa lucha -pequeña y t0nta- comenzó a parecerle mas absurda y pueril aún que la planta misma. La sola presencia de la Señora estaba instalando en algún lugar de su mente la certeza de lo absurdo de aquella hostilidad suya.
-Debe tener usted muy buena mano para las plantas si esta ha crecido a pesar de la forma en que fue plantada y la falta de cuidados. ¿Sería mucho atrevimiento si le pidiera una rama -de las de abajo, de las que menos se ven- para llevármela y plantarla? Por ahí tengo suerte como usted y prende; yo también tengo buena mano para las plantas.
-No es ningún atrevimiento, con mucho gusto le daré un buen gajo. Permítame, voy a la casa por una tijera y regreso.
Regresó con la tijera, bajó los tres escalones de la galería, se acercó a la planta y comenzó a buscar un robusto gajo para cortarlo y obsequiarlo a la Señora. Cuando se lo entregó, la Señora lo contempló con los ojos jubilosos de quien recibe un objeto muy preciado.
-No sabe cuánto se lo agradezco –le dijo- mirándola a los ojos con la cara regordeta iluminada por una enorme sonrisa. Espero tener suerte, como usted. Si no le molesta, en cualquier momento paso y le regalo algunos retoños de mis plantas que van a quedar preciosos en su jardín tan espacioso y soleado.
-No me molesta, todo lo contrario, le agradezco su interés. Ocurre que soy escritora, y reconozco que no suelo darle demasiada importancia al mantenimiento de mi casa –dijo como excusándose ante la Señora.
-Bueno –dijo la Señora sin dejar de sonreír y poniéndose de pie- gracias por el gajo y por la limonada que está deliciosa, por cierto. Hasta pronto.
-Hasta pronto –respondió Valeria- y gracias por su visita.
La vio alejarse rumbo a la salida. Al llegar a la puerta del jardín le hizo un gesto con la mano a modo de saludo final y sin dejar de sonreir le dijo:
-No se olvide, la casa que está allá, en medio de la arboleda.
-No lo olvidaré, gracias –respondió agitando también ella la mano y con la sonrisa de la Señora contagiada en el rostro.
<>
Valeria estaba en la planta alta frente al gran espejo con marco de madera oscura, viéndose con un bonito vestido de verano sencillo y fresco. Tenía el cabello recogido en la nuca con una peineta de carey. Un delicado collar de cuentas rosadas y pequeñas le rodeaba el cuello y llevaba unas cómodas pero elegantes sandalias.
Toda la casa olía a una mezcla de vainilla y limón y la luz de la tarde de verano se alojaba en la casa entrando por las ventanas abiertas de par en par.
Bajó con agilidad las escaleras, tomó de sobre la mesada de madera el plato con la torta terminada de hornear poco antes y la cubrió con una servilleta de lino blanco bordada. Salió a la galería y cerró la puerta de la casa tras de sí. Bajó los tres escalones y comenzó a caminar hacia la puerta del jardín por el sendero de piedra. A los lados los narcisos, las hortensias, las alegrías del hogar multicolores, todas las plantas de su jardín la miraban pasar. Al llegar a la entrada se dio vuelta y miró su casa: las paredes rosadas, las puertas, las ventanas y la balaustrada de la galería pintadas de blanco. Y allí, desmesurada en la plenitud de su condición de dueña del jardín: la planta.
Cerró la pequeña puerta que dividía el cerco en dos mitades, y comenzó a caminar rumbo a la casa que estaba allá, en medio de aquella arboleda.
Jorge Jaurena
Octubre 2006
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home