La Casa De Julián - Cuento
Se paseaba pensativo por la amplia habitación en penumbras con el gesto concentrado. El silencio era profundo y hasta podía escucharse el paso lento del humo del tabaco a través de la garganta seca de Julián. En el jardín que rodeaba la casa, las viejas plantas y las malezas nuevas empezaban a reivindicarlo como su territorio soberano. Las altas paredes de la biblioteca en la que estaba Julián, tapizadas de libros; los pesados cortinados que cubrían los ventanales hasta rozar el piso y aún las tenues cortinas blancas que la más suave brisa agitaba, todo, parecía puesto con el propósito de instalar el silencio y la calma. Toda la casa tenía una pátina tenue de abandono que aún no llegaba a ser decrepitud. Era una casona hermosa de dos plantas, amueblada sin excesos, donde cada objeto irradiaba calidad y buen gusto. Daba la sensación de que nada faltaba ni sobraba allí, como si los objetos hubieran llegado casualmente y hubieran encontrado su ubicación por si mismos. Los libros, aún los de ediciones mas rústicas, suelen otorgar a las paredes apariencia de lujo y opulencia y en aquella habitación los libros convivían en gran cantidad y diversidad de temas y épocas distintas. Desde que los abuelos de Julián habían comprado aquella casa, los libros fueron incorporándose sin pausa, sumándose sin ser reemplazados jamás. A los del abuelo se agregaron los del padre de Julián, ávido y selecto lector. Mas tarde, los del propio Julián: los que leía y los que él mismo había escrito hasta entonces. El hábito de la lectura y la profesión de escritor predisponen a la soledad, y para un temperamento proclive al aislamiento y el silencio como el de Julián, no se podía imaginar actividad mas afín que la de escritor de cuentos y novelas.
Aquél hombre maduramente joven, alto y delgado, reservado y afable, se encontraba a gusto en esa estancia sin otra compañía que sus libros y las frases y argumentos que poblaban su fantasía. Contigua a la biblioteca había una pequeña habitación, que en el pasado fue la sala íntima en la que, su abuela primero y su madre después, solían recibir a sus amigas por las tardes para conversar y tomar el té. Junto a la sala, un cuarto de baño para uso de las visitas, años atrás numerosas y frecuentes. En esa sala Julián hizo instalar un dormitorio sencillo para tomar cortos descansos durante el día, sin necesidad de subir a la planta alta en la que estaba el dormitorio principal. Aquella noche Julián se encontraba de un ánimo mas taciturno que nunca. Dora, la histórica empleada doméstica que oficiaba de ama de llaves y administraba la casa, había dejado sobre una pequeña mesa la bandeja con el té y el sándwich de pollo asado que Julián le había pedido para cenar. Cuando interrumpió su ir y venir de un extremo al otro de la biblioteca, Julián permaneció de pie junto a la puerta ventana que comunicaba con el jardín, fumando lentamente un cigarrillo con la mirada perdida en la penumbra solo iluminada por una única farola. La noche amenazaba con lluvia y el cielo se veía con esa oscuridad incompleta, esa tenue luminosidad lechosa que suelen mostrar los cielos de tormenta por las noches. Es como si se pudieran llegar a vislumbrar a través de las nubes cargadas de agua, las estrellas y la luna que siguen brillando más arriba, indiferentes a lo que pasa a sus pies. Se sentó en uno de los dos sillones que flanqueaban la mesita en la que esperaba el servicio de té y desde donde la blancura de la servilleta de hilo atravesaba la penumbra de la biblioteca. Se sirvió una taza de té y comenzó a beber lentamente, sin apartar la vista de la salida al jardín, como si estuviera viendo algo o a alguien, mas allá de la penumbra.
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Un resplandor lívido encendió la estancia, como si una desmesurada cámara fotográfica lo hubiera captado todo en una única y panorámica imagen instantánea e inmediatamente casi, retumbó un trueno ensordecedor que hizo vibrar los vidrios de la habitación. La taza cayó de sus manos y el té se derramó sobre la alfombra. Corrió hacia la puerta que daba al jardín como quien se precipita al encuentro de una presencia largamente esperada. Se apretó contra los vidrios y su contacto frío en el rostro le produjo una fugaz sensación de alivio. Cerró los ojos; la luz de un rayo mas potente aun que el anterior atravesó sus párpados cerrados que se abrieron espantados cuando un nuevo trueno ensordecedor sacudió la noche. Retrocedió de espaldas hasta dar con el borde de su escritorio; una ráfaga de viento se estrelló contra la puerta del jardín hacia la que no podía dejar de mirar sin pestañear siquiera. Fue una embestida brutal, prolongada, como si una presencia invisible y desmesurada quisiera rasgar los cristales de aquella habitación para violar su intimidad con ímpetus de animal salvaje. Luego, una calma absoluta lo envolvió todo, y un chaparrón abundante y sereno comenzó a borronearlo todo. El agua caía verticalmente y en el jardín, las hojas que alcanzaba a iluminar la farola encendida, brillaban como si jirones del espeso cortinado de seda verde se hubieran evadido hacia el exterior durante el trueno. La lluvia cubría con una pátina lívida las escasas imágenes que podían verse a través de los cristales salpicados de la puerta. La sensación de alerta inconsciente que lo había mantenido en vigilia hasta entonces, fue abandonando paulatinamente el cuerpo de Julián y un cansancio profundo se fue instalando lentamente en él. Fue hacia la habitación contigua, que con el pasar de los meses se había convertido en su dormitorio permanente. La vida cotidiana de Julián transcurría entre la biblioteca en la que trabajaba, leía y tomaba sus frugales comidas, el dormitorio y el pequeño cuarto de baño. Salvo para sus breves caminatas por el parque, o para sentarse por las noches a fumar un cigarrillo al aire libre, no salía de esas tres estancias que se habían convertido en su hogar, esencial y solitario. Era durante esos breves desplazamientos que Dora aprovechaba para limpiar y reemplazar la ropa usada de Julián por prendas limpias. El resto de la enorme casa había quedado del otro lado de la frontera que el propio Julián trazara y que no tenía interés alguno en cruzar. Se echó vestido sobre la cama tendida, y se tapó con la manta de piel que estaba doblada a los pies. Lentamente fue ingresando en un sueño apacible, silencioso y profundo, que ni siquiera turbaba el ruido de la lluvia que batía los postigos de metal de las ventanas.
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Se fue despertando lentamente, sin apuro alguno por sacudirse la pereza que lo mantenía inmóvil bajo la manta. Una luz clara se filtraba apenas por las rendijas de los postigos, como un estrecho sendero de arena por el que desfilaba un tráfico mudo pero multitudinario de pequeñas partículas de polvo embebidas de luz. Se levantó lentamente y caminó hacia el cuarto de baño. Abrió el grifo y se lavó la cara con repetidas oleadas de agua fresca que atrapaba en el hueco de sus manos; se humedeció la nuca y el cuello. La fina toalla de lino blanco estaba allí como siempre, al alcance de su mano. El contacto de la suave tela con la piel de su rostro y el tenue perfume que desprendía le causaron una agradable sensación de confort. Se sentía desacostumbradamente fresco y vital, contento casi.
Un impulso le hizo abrir la puerta del baño que daba hacia el largo corredor al que se abrían varias de las habitaciones de la planta baja y que últimamente nunca utilizaba. En la pared alta y extensa que atravesaba el corredor, estaban dispuestas las imágenes de las demás habitaciones de la casa. Incluso muebles, pinturas y adornos estaban reproducidos con fidelidad fotográfica e iluminados con una luz nueva que no había visto antes, como si durante su descanso alguien hubiera realizado aquella tarea inútil que no recordaba haber encomendado a nadie. Volvió sobre sus pasos, cerró la puerta del baño, atravesó su habitación y llegó a la biblioteca. Allí, de pie y sosteniendo la bandeja del servicio de té con ambas manos, Dora lo miraba silenciosa, con una tenue sonrisa casi maternal en los labios. Se conoce que Julián llevaba escritas en sus ojos todas las preguntas, porque Dora, sin pronunciar palabra alguna y con un suave gesto casi imperceptible, lo invitó a seguirla. Llegaron a la cocina de paredes blancas que se veía pulcra como siempre. Cada vez que Julián había ingresado a la cocina a lo largo de su vida, se había preguntado cómo podía aquél lugar verse siempre tan ordenado y pulcro, sin que la mucha tarea que allí se realizaba dejara algún rastro. La mirada de Dora lo invitaba a continuar y él la siguió en silencio abandonado a sus pensamientos. Avanzó detrás de la mujer hasta donde estaba -creía recordar- la despensa. Al trasponer la estrecha puerta de madera, se encontró con un terreno hirsuto y baldío, donde todo tipo de plantas se desperezaban a su antojo bajo el sol en un desorden que intimidaba. En nada se parecía aquel potrero al jardín en el que tiempo atrás disfrutaba del fresco en verano y del sol en las tardes de invierno. En medio de la maraña de arbustos, enredaderas y maleza, Dora, de pie y con la bandeja en las manos, lo miraba con la misma tenue sonrisa en el rostro...
La escalera de mármol blanco, atrapada por un rosal trepador cargado de pimpollos rojos, señalaba -como un inmenso brazo en su último gesto innecesario- una planta alta que ya no existía.
Jorge Jarena
Octubre 2006
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